Corazón de Veleta

60.-Matías

El departamento me recibió con ese silencio que se vuelve casi compañía cuando uno no tiene a nadie más esperándolo. Cerré la puerta, apoyé la espalda contra ella y respiré hondo. El aire olía a humedad y a café viejo. Garfield estaba echado en el sofá, panza arriba, completamente ajeno a mi día, o fingiendo estarlo.

—Me encontré con Amara —dije, sin pensarlo demasiado.

El gato movió una oreja, pero no se dignó abrir los ojos.

—Sí, con esa Amara. —Dejé las llaves sobre el mueble de la entrada y avancé hacia la cocina—. La del departamento de al lado, la que tocaba reguetón a las tres de la mañana. A la que domesticaste.

Garfield abrió un ojo, el izquierdo. Maulló despacio, como si dijera ¿y hablaste con ella?

—No. —Me serví un vaso de agua, dejándolo sobre la encimera sin beberlo—. No hablé con ella.

El gato maulló otra vez, más fuerte, estirándose hasta caer del sofá. Caminó hacia mí con paso lento, felino, y volvió a maullar.

—Sí, Garfield —resoplé—. Soy un idiota.

El gato se frotó contra mi pierna, satisfecho con mi confesión. Me quedé unos segundos viéndolo, preguntándome cuándo había empezado a hablarle como si fuera un amigo viejo. Tal vez desde que me mudé a esta ciudad. Desde que el silencio se volvió demasiado denso y necesitaba algo —alguien— que lo rompiera.

Encendí la cafetera. Aquella cafetera.

La misma que alguna vez fue un regalo destinado a la boda que nunca ocurrió.

El vapor comenzó a silbar, llenando el aire con el aroma tostado que se mezclaba con la sal que entraba desde el balcón.

No podía quitarme la imagen de Amara en el terminal pesquero.

Llevaba una trenza larga y desordenada. Su piel, trigueña, parecía más dorada bajo la luz húmeda del puerto. Sus ojos… no los vi bien. Había demasiada gente, demasiado ruido, pero bastó el modo en que inclinó la cabeza para reconocerla. Era el mismo gesto distraído con el que solía mirar el celular mientras esperaba que terminara la lavadora.

Pasaron las semanas.

Volví al trabajo, al ruido de las máquinas y los planos desplegados sobre el escritorio. La vida retomó su ritmo, pero no del todo. Había algo que se había quedado suspendido, una especie de eco.

Y, en ese eco, siempre aparecía ella.

Recordé la segunda vez que la vi. Fue al día siguiente de aquella madrugada en la que casi le tiré la puerta abajo por poner música.

La lavandería del edificio quedaba en el subsuelo. Era un espacio pequeño, con dos lavadoras, un par de secadoras y un ventilador viejo que hacía más ruido que viento. Bajé en la tarde, con la idea de terminar con la ropa antes de continuar con el trabajo.

Cuando llegué, ya estaba ahí.

Amara.

Con una montaña de ropa en una cesta azul, el cabello recogido en una trenza apurada, y un suéter gris que parecía dos tallas más grande. Estaba descalza.

Me detuve un instante antes de entrar. Pensé en volver sobre mis pasos, pero era ridículo. No podía cambiar mis rutinas sólo porque una vecina me resultaba… perturbadora.

Entré, fingiendo indiferencia.

Ella levantó la vista. Sonrió, nerviosa.

—Buenos días —dije, lo más neutro que pude.

Me senté frente a mi lavadora y saqué el teléfono. Fingí revisar correos, pero en realidad sólo miraba la pantalla en blanco. No quería mirarla. No debía.

Aun así, de reojo, vi cómo se sonrojaba. No sé si fue por el saludo o por la forma en que nuestras miradas se cruzaron un segundo antes de que yo fingiera estar ocupado.

El sonido de las lavadoras llenó el silencio. Era un ruido monótono, hipnótico. Pasaron unos minutos, quizás diez. Ella tarareaba algo bajo, sin atreverse a subir la voz.

Cuando terminó y comenzó a sacar su ropa, se volvió hacia mí, indecisa.

—Bueno, eh… que tenga un buen día —dijo, enredando los dedos en el borde de la cesta.

—Igualmente —respondí, apenas mirándola.

La puerta se cerró tras ella con un chasquido suave.

Me quedé un rato más allí, observando cómo el tambor de la lavadora giraba. Quise saber su nombre. Quise decirle que la música no era un problema. Quise decir muchas cosas que, por costumbre, no dije.

...

Después de eso, pasaron semanas antes de verla otra vez.

Fue en el lobby del edificio.

Había salido del trabajo más tarde de lo habitual. Eran cerca de las diez de la noche, y el conserje dormía sobre el mostrador, como siempre. El lugar olía a desinfectante y a flores artificiales.

La vi antes de que ella me viera. Estaba de pie junto al ascensor, con una caja de pizza en las manos y un abrigo largo que le llegaba hasta las rodillas. Hablaba por teléfono, riendo.

Esa risa.

Era como si toda la luz del pasillo se concentrara en su voz.

Me quedé quieto, observándola desde la distancia. No por curiosidad —o al menos, eso quise creer—, sino porque algo dentro de mí sabía que, si me acercaba, todo lo que llevaba años construyendo para mantener la calma se vendría abajo.

Ella presionó el botón del ascensor. El reflejo de su rostro se duplicó en las puertas metálicas. No se dio cuenta de mi presencia. Cuando el ascensor se abrió, entró sin mirar atrás.

Yo me quedé allí, esperando el siguiente.

El conserje se movió, despertando apenas, y me saludó con un gesto somnoliento.

—Buenas noches, ingeniero.

—Buenas —respondí.

Nada más.

Cuando llegué a mi piso, todavía podía oler el rastro del perfume que había dejado en el aire. No era fuerte, era leve, limpio, con un toque de algo floral que no supe identificar. Lo reconocería en cualquier parte.

Y lo reconocí, años después, en el terminal pesquero, destacando entre todos los otros olores que había en el lugar.

El sonido de la cafetera me sacó del recuerdo. El vapor silbó de nuevo, reclamando mi atención. Vertí el café en mi taza preferida —la blanca, con un borde azul deslucido— y regresé al escritorio. Garfield se había acomodado sobre los papeles.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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