Corazón de Veleta

61.-Matías

Salí del trabajo a la hora exacta, por primera vez en mucho tiempo.

No me quedé revisando planos, ni respondiendo correos, ni inventando tareas que nadie me había pedido. Cerré el computador a las seis en punto, guardé todo en la carpeta gris y salí. Mis compañeros me miraron como si acabara de anunciar mi retiro anticipado.

—¿Seguro que estás bien, Rivas? —bromeó uno.

Asentí, fingiendo una sonrisa. No sabía si estaba bien, pero había algo dentro de mí que insistía en que debía irme. No por cansancio. No por hambre. Por otra cosa que no lograba nombrar.

El edificio tenía ese olor a metal caliente y aire recirculado que me hacía extrañar el silencio de casa. Me encaminé al ascensor, con el abrigo sobre el brazo.

Las puertas se abrieron justo cuando llegué, pero un grupo de empleados se metió antes de que yo pudiera dar un paso. El ascensor se cerró frente a mí, implacable, dejándome con el reflejo deformado de mi cara en el metal pulido.

—Perfecto —murmuré.

Esperé al siguiente. El reloj marcaba las seis con diez. El ascensor se demoró una eternidad, como si supiera que había decidido salir temprano por primera vez en meses y quisiera burlarse de mí.

Cuando finalmente llegué al nivel de la calle, el aire húmedo me golpeó en la cara. El cielo estaba a punto de llorar, y las luces del tráfico se reflejaban en los charcos del pavimento. Caminé hacia la esquina, donde siempre tomaba el taxi, y ahí la vi.

Amara.

De pie junto al bordillo, con el cabello medio cubierto por una bufanda gris y un paraguas cerrado en la mano. Esperaba un taxi, moviendo un pie con impaciencia.

Durante unos segundos, me quedé quieto. No sé por qué. No tenía ningún motivo lógico para no acercarme. Tal vez porque lo lógico nunca ha sido lo mío cuando se trata de ella.

Di un paso. Luego otro.

Pero justo entonces, el taxi se detuvo frente a ella. Abrió la puerta, subió sin mirar alrededor y desapareció entre la lluvia antes de que pudiera siquiera llamarla por su nombre.

Me quedé parado en la vereda, sintiendo cómo las gotas empezaban a calarme el saco. El viento olía a mar, a distancia, a oportunidad perdida.

...

Garfield estaba en su sitio habitual cuando llegué al departamento: echado en medio del sofá, como si fuera suyo.

—La vi otra vez —le dije, dejando el portafolio en el suelo.

El gato levantó la cabeza, con esa calma superior que sólo los gatos tienen.

—Sí, Garfield. Amara otra vez. —Me dejé caer en el sillón frente a él—. Estaba esperando un taxi.

Maulló. Casi una pregunta.

—No. No hablé con ella.

Otro maullido, más agudo.

—Sí, ya sé. Soy un idiota. —Suspiré—. Te estás volviendo monotemático, ¿sabías?

El gato bostezó, estirándose hasta mostrar las garras. Luego, con una lentitud irritante, se levantó y caminó hacia su plato vacío.

—Sí, sí. —Me levanté—. Entiendo la indirecta.

Le serví comida y volví al sofá. Encendí la lámpara de pie, y la luz cálida dibujó sombras suaves en la pared. En momentos así, el silencio del departamento pesaba.

Me pasé una mano por el rostro. Y, sin querer, recordé.

...

La primera vez que coincidimos en el ascensor fue unas semanas después del episodio de la música.

Yo iba rumbo al trabajo. Ella salía del departamento justo en ese momento, con el cabello enredado en un moño mal hecho, una camiseta enorme que decía Coffee before talk, y unos auriculares colgando del cuello. Tenía la mitad del rostro cubierto por un mechón rebelde.

Parecía recién levantada.

Me hice a un lado para dejarla pasar, pero ella sonrió, como si aquella coincidencia tuviera algún tipo de significado.

Nos metimos al ascensor. El silencio fue inmediato, pero no incómodo. Bueno, no del todo.

Cuando el ascensor comenzó a bajar, me miró de reojo y dijo:

—Oye… el otro día, gracias por no llamar a la policía cuando hicimos ruido.

—Ah, eras tú —contesté.

La miré en el reflejo del espejo del ascensor. Me estaba observando también. Disimuladamente, pero estaba. Sus ojos grises tenían esa mezcla de descaro y dulzura que desarma a cualquiera.

Punto para mí, pensé.

—Por cierto, nunca te pregunté, ¿cómo te llamas? —me preguntó

Quise molestarla un poco.

—¿No te acuerdas? —le dije.

Parpadeó un segundo, claramente sin tener idea de cómo responder.

—Eh… claro que me acuerdo —improvisó—. Solo quería confirmar.

Me crucé de brazos.

—Matías. —Se lo di igual, para aliviarla.

—Amara —respondió rápido, como si necesitara equilibrar la conversación—. Por si no recordabas el nombre de la vecina ruidosa.

Esta vez no pude evitar mi sonrisa.

—Créeme —dije—. No lo olvidaré.

Después de eso, hubo pequeños gestos que se volvieron costumbre.

A veces escuchaba sus pasos en el pasillo y abría la puerta justo cuando ella pasaba, fingiendo que iba a sacar la basura o a revisar el correo. Pero nunca coincidíamos del todo. Era como si el universo se divirtiera moviendo los relojes a propósito.

Una noche, incluso me quedé un rato frente a mi puerta, solo esperando oír la suya abrirse. Pero no ocurrió.

Garfield, por supuesto, me miró con esa expresión felina de juicio silencioso.

—No es lo que parece —le dije aquella vez.

No respondió, pero su cola golpeó dos veces el suelo. Claramente no me creía.

Volví al presente. El café estaba listo en la cafetera. Me serví una taza y me quedé mirando por la ventana. Afuera, la lluvia seguía cayendo. En la vereda de enfrente, una pareja compartía un paraguas. Reí por lo bajo.

—A nosotros no nos pasa eso, ¿eh, Garfield? —dije.

El gato levantó la vista un momento, luego volvió a ignorarme.

Di un sorbo. El amargor familiar del café me reconfortó. Desde que aprendí a hacerlo yo mismo, ninguna cafetería me sabe igual. Tal vez porque cada taza me recuerda que hubo una vez en que casi regalé esa máquina. Una boda que no fue. Una vida que no empezó.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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