Corazón de Veleta

63.-Matías

Han pasado un par de semanas desde que me mudé a este edificio más pequeño justo al lado de la oficina, buscando eficiencia, comodidad y un poco de orden en la rutina que me devoraba.

Pero ahora, cada día parecía una réplica del anterior, y el silencio, que antes había sido mi refugio, me resultaba insoportable. La tranquilidad que antes me daba perspectiva, ahora me empujaba a pensar demasiado, a recordar demasiado, a sentir demasiado.

Garfield, mi enorme gato naranja, tampoco estaba contento.

Desde el primer día, parecía desconfiar del cambio, desapareciendo por el balcón para explorar otros departamentos, como solía hacerlo cuando aún vivíamos cerca de Amara.

Recordé una vez que pasé más tiempo con ella, gracias a que Garfield había decidido "adoptar" temporalmente otro hogar, aquel de Amara.

Él se había colado en su departamento y, al no verlo aparecer en mi apartamento, fui a golpear su puerta. La encontré vestida con un pijama de gatitos, en medio de un caos controlado que solo Amara parecía entender.

—Hola, disculpa, ¿no habrás visto a un gato naranja enorme? —le pregunté, tratando de mantener la compostura, pero sintiendo que la tensión se escapaba por cada músculo de mi cuerpo.

—¿Un gato? ¿Naranja? —me respondió, y justo detrás de ella apareció Garfield, caminando con la elegancia de un felino que sabe que es el dueño de todo el lugar. Sonreí, de manera involuntaria, mientras el gato se frotaba contra sus piernas.

Esa visita se convirtió en horas de conversación que fluyeron como un río que nunca se detiene. Hablamos de Garfield, de su costumbre de “adoptar” humanos cuando yo no estaba, de cómo cada uno parecía tener su propio ritmo y sus propias reglas.

El departamento de Amara era un caos ordenado: papeles apilados junto a tazas de café, libros abiertos sobre la mesa del comedor, ropa que se mezclaba con revistas de cocina y de arte, pero todo tenía un sentido, un propósito, aunque solo ella pudiera comprenderlo.

Para alguien como yo, estructurado y meticuloso, era fascinante y absurdo a la vez.

Pasamos horas hablando de trivialidades, de costumbres, de pequeñas historias de vecinos, de cómo Garfield se las arreglaba para imponer su voluntad incluso sobre mí.

Recuerdo especialmente aquel día de lluvia y truenos, cuando la tensión eléctrica del clima parecía reflejar la tensión que yo llevaba dentro.

Estaba parada frente a mí, con el pelo ligeramente húmedo, la piel iluminada por la luz del departamento, y de repente la besé.

Fue un beso espontáneo, impulsivo, cargado de todo lo que había sentido desde que la conocí y que Garfield parecía haber aprobado desde su rincón, con ese aire de superioridad que solo un gato puede tener.

Después de ese día, Garfield no volvió a colarse en su departamento, como si dijera: “ya hice mi parte, ahora te toca a ti”, y yo, de alguna manera, no la hice.

Ahora, en el presente, Garfield llevaba desaparecido un par de días, y cada hora que pasaba sin él me parecía una eternidad. No podía concentrarme en el trabajo, no podía dormir del todo, y la sensación de vacío crecía con cada minuto.

Fue entonces cuando encontré la nota, cuidadosamente doblada y dejada en la conserjería del edificio:

"Matías, tengo a Garfield en mi departamento. Ven a buscarlo." El número de apartamento estaba al final.

Mi corazón empezó a latir con fuerza instantánea. Podía ser cualquier cosa, una coincidencia, un malentendido, pero no podía dejar de imaginar que quien había dejado la nota era ella.

Cada fibra de mi cuerpo reaccionó con anticipación. No se trataba solo del gato; era la posibilidad de verla, de interactuar con ella, de recuperar aunque fuera unos minutos de su presencia que había extrañado sin siquiera darme cuenta.

Tomé el ascensor, y a medida que subía, cada piso hacía que mi anticipación creciera.

Pensaba en todos los posibles escenarios: ¿me recibiría con una sonrisa, con sorpresa, con indiferencia? ¿Me recriminaría por ser tan impaciente, por llegar corriendo después de años de silencio?

Mi respiración se aceleraba, mis manos temblaban levemente al sostener la nota. Todo me parecía insignificante comparado con el momento que se avecinaba.

Al llegar al piso indicado, me detuve frente a la puerta. Respiré profundamente, sintiendo un nudo en el estómago y un calor que no lograba controlar. Golpeé suavemente, esperando que el corazón no se me saliera del pecho, y entonces la puerta se abrió.

Ahí estaba ella. Esta vez sin sombrero, sin gafas, completamente expuesta a mi vista. Su cabello rubio ondulado caía libre sobre sus hombros, la piel trigueña brillaba ligeramente bajo la luz del pasillo, y su figura, con la elegante proporción de un reloj de arena, parecía irradiar magnetismo de manera natural, sin esfuerzo.

Su aura atrayente me dejó sin aliento, y por un momento, dudé si debería esperar a que dijera algo, si debía saludarla, si debía simplemente admirarla desde la distancia. Pero la anticipación fue más fuerte que la prudencia.

Sin pensar, sin esperar a que pronunciara siquiera un “hola”, me acerqué y la besé.

Todo lo demás desapareció: el ruido del edificio, los pisos vecinos, el viento que se colaba por la ventana, incluso la ansiedad que había sentido durante meses. Solo existíamos ella, yo, y la certeza de que este instante era lo único que importaba.

El beso fue breve pero intenso. Pude sentir su respiración, el calor de su cuerpo, y la familiaridad que solo se construye en días compartidos, en horas de conversación, en silencios que se llenan de significado.

Después del beso, nos separamos apenas unos centímetros. Pude observar su expresión, la mezcla de sorpresa y complicidad en sus ojos grises, y sentí que mi corazón, aunque todavía acelerado, encontraba cierta calma.

Garfield maulló desde algún lugar, probablemente aprobando la situación, como si entendiera que había llegado el momento de actuar.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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