Llego del trabajo con la cabeza a punto de estallar.
Mi jefa hoy decidió que todos los problemas del universo eran culpa mía: el informe, el tráfico, el cambio climático… todo.
Y aquí estoy, entrando a mi departamento en modo zombie, soñando con una ducha caliente, un vino barato y el silencio absoluto de mi balcón.
Tiro los zapatos en el pasillo y me dejo caer en el sillón.
Respiro.
Silencio.
Y justo cuando estoy a punto de disfrutar mi paz, escucho un sonido.
Un maullido.
Grave. Descarado.
—¿Qué…?
Me levanto, camino hasta el balcón y ahí lo veo:
Un gato naranja gigantesco, echado sobre mi silla como si fuera el dueño del lugar. El mismo color, la misma actitud imperial… y, para colmo, una placa brillante colgando del collar: GARFIELD.
—No. No puede ser.
Sí, puede ser.
Garfield. El gato del vecino más guapo, más serio y más desconcertante que he conocido en mi vida.
El gato de Matías.
El cerebro me hace cortocircuito.
El corazón me da un brinco absurdo.
Y yo me quedo ahí, en ropa de oficina y con la coleta medio deshecha, mirando a un gato que me está recordando, con toda la mala intención del universo, a mi exvecino-dios-griego.
Garfield me mira con ese aire de superioridad felina que dice “me debes adoración y croquetas”.
Yo le devuelvo la mirada, cruzada de brazos.
—¿Y tú qué haces aquí, gordo traidor? —le digo.
El gato parpadea lentamente. Traducción: “vine a juzgarte, humana”.
Genial.
El universo me manda recordatorios en forma de gatos.
Seguro lo siguiente será que me caiga un correo de Matías por error con un archivo adjunto llamado “recuerdos que finges haber olvidado”.
Respiro hondo.
Vale. Puedo manejar esto.
Solo tengo que alimentar al gato, dejar una nota en conserjería y hacer como que nada de esto tiene implicaciones emocionales.
Así que agarro mi bolso, bajo a la tienda y compro lo esencial: croquetas, una caja de arena y una lata de atún (por si Garfield resulta ser gourmet).
Antes de subir, le dejo una nota al conserje:
“Matías, tengo a Garfield en mi departamento. Ven a buscarlo.”
Y ya.
Sin nombre, sin firma.
Todo bajo control.
Subo al departamento, dejo la bolsa sobre la mesa y, cuando estoy vertiendo las croquetas en el plato, me cae el veinte.
No puse mi nombre.
No puse mi maldito nombre.
—Brillante, Amara. Simplemente brillante —murmuro, mirando al gato—. Ahora ni siquiera va a saber quién tiene a su gato. Y, por supuesto, el universo no me dará una segunda oportunidad de arreglarlo, ¿verdad?
Garfield bosteza y se acomoda en el sofá como si aprobara mi ineptitud social.
Intento concentrarme en la cena, aunque “cena” es una palabra generosa para describir lo que estoy haciendo.
Pasta.
Quemada.
Otra vez.
El olor a desastre se propaga por toda la cocina.
Yo abro las ventanas, abano con una toalla y le rezo a cualquier santo que proteja a las inquilinas torpes.
Y justo en ese momento, cuando la alarma del humo amenaza con delatarme, alguien golpea la puerta.
Tres golpes.
Reconocibles.
Mi estómago da un salto.
No.
No puede ser.
Camino hacia la puerta con el corazón en la garganta.
Abro.
Y ahí está.
Matías.
Más alto que el recuerdo, con el cabello rubio un poco más largo, camisa arremangada y esa mirada azul que tiene la audacia de atravesarme como si todavía supiera quién soy.
No dice nada.
Solo me mira.
Y yo… bueno, tampoco digo nada.
Porque, honestamente, ¿qué se supone que diga una mujer cuando su exvecino-dios-griego aparece en su puerta mientras su gato está destronando su silla del balcón?
“Hola, Matías, el destino te dejó un gato y yo te dejé una nota sin nombre” no suena como una buena apertura.
Matías da un paso adelante, se detiene, me observa un segundo más y, sin previo aviso… me besa.
Así.
Sin prólogo, sin permiso, sin respiración previa.
El mundo se queda quieto.
O yo.
No sé.
Sus labios saben a café y aire salado, como si la ciudad costera también se hubiera adherido a su piel. Yo lo único que pienso —además de “Dios mío, está pasando”— es que nunca imaginé que alguien pudiera besar con tanta calma y a la vez con tanta urgencia.
Cuando se separa, apenas unos centímetros, mi cerebro sigue con error 404.
—Te encontré —dice él, en voz baja.
Yo lo miro.
Y sí, podría fingir compostura.
Podría bromear.
Pero lo único que sale de mi boca es:
—Tu gato… está comiendo.
Perfecto, Amara. Romcom de manual. Diálogo matador.
El tipo te besa y tú hablas de croquetas.
Matías sonríe, y eso hace que se me enrede la respiración.
Esa sonrisa siempre fue mi punto débil. Sutil, casi tímida, pero devastadora.
—¿Puedo pasar? —pregunta.
—Claro… —respondo, y me hago a un lado, tratando de no parecer una adolescente en llamas.
Matías entra, observa el departamento.
Yo observo cómo lo observa, porque aparentemente no tengo dignidad.
Garfield, mientras tanto, decide frotarse contra sus piernas como si lo hubiera estado esperando toda la vida. Traidor.
—Huele a humo —dice él, alzando una ceja.
—Cena gourmet —respondo con sarcasmo—. Versión “Amara intenta cocinar y falla estrepitosamente”.
Él ríe.
Sí, ríe.
Y ahí es cuando sé que estoy perdida.
—Déjame ayudarte —dice, directo.
Antes de que pueda protestar, ya está abrochándose las mangas y revisando mis ollas como si la cocina fuera suya.
Y yo, en lugar de detenerlo, lo dejo hacer.
¿Quién soy?
¿En qué momento me convertí en la protagonista secundaria de mi propia vida?
Se mueve por mi cocina con naturalidad.
Controla el fuego, escurre la pasta, prueba la salsa.
Todo con esa calma exasperante de alguien que parece tenerlo todo bajo control.