Hay algo liberador en dejar de pensar en Alejandro y Christian, en no tener que dividir mi atención entre dos tipos que tenían la costumbre de aparecer en mis pensamientos como si fueran anuncios publicitarios de “urgente, atención requerida”.
En estos últimos días he cenado con Matías, he paseado por la costanera con él, hemos discutido qué café es mejor (spoiler: siempre gana el mío), y todo esto sin sentir la necesidad de planear escapadas con barman o chef incluido. Es… raro. Y me gusta. Extrañamente estable, pero todavía divertido.
Sin embargo, tengo que hacer limpieza emocional. No porque me dé una epifanía de superación personal, sino porque no soy fan de tener dos cabos sueltos que se retuercen esperando que los amarre de nuevo.
Así que respiro hondo un viernes por la tarde, me pongo algo que diga “te respeto, pero no me toques demasiado” y me dirijo al faro. Literalmente, el bar de Alejandro.
Llego con tiempo de sobra, lo suficiente para observar la forma en que Alejandro mueve las botellas detrás de la barra como si fueran piezas de un juego de ajedrez. Es adorable. Y peligroso. Porque uno no espera que alguien con esa sonrisa pueda, de repente, convertirse en un huracán emocional y arrastrarte con él.
Me siento en un taburete, cruzo las piernas y espero a que termine su turno. Y mientras espero, me doy cuenta de que estoy nerviosa. Sí, nerviosa. Como si fuera a enfrentar a un dragón con cara bonita.
—Hey, Amara —me dice cuando termina, apoyando los codos en la barra y mirándome con esa mezcla de cariño y reproche que me hace sentir culpable de solo existir ahí.
—Hola —respondo, manteniendo la voz firme, aunque mi corazón me diga que haga como Garfield y maulle por la incomodidad.
Se sirve un vaso de agua y me observa, esperando. Y yo no puedo darle el lujo de titubear. Así que voy directo al punto:
—Alejandro… no puedo estar contigo como pareja.
El cambio en su expresión es inmediato. De sonrisa tranquila a ceño fruncido y mandíbula tensa.
—¿Ah, no? —pregunta, con esa calma peligrosa que siempre me ha hecho pensar que podría explotar en cualquier momento. —¿Y vas a quedarte con Christian?
Miro mi vaso de agua como si fuera la cápsula de escape a otro universo.
—No —digo con firmeza. —No voy a estar con Christian. Ni contigo.
Su ceño se frunce aún más, como si intentara atravesar mi pecho con la mirada.
—Entonces… ¿qué significa esto? —pregunta, más bajo, pero cada palabra está cargada de reproche.
—Significa que no estamos hechos para ser pareja, Alejandro. Y sí, me gustas. Pero no así. —Sonrío, intento alivianar la tensión con un toque de sarcasmo—. No es tu culpa, ni mía. Es… ciencia. Química. Matemáticas emocionales que simplemente no funcionan.
Se ríe, pero es un sonido corto, cortante, casi un resoplido.
—Bueno, entonces… supongo que nos separamos en malos términos —dice, dejando que la tristeza se filtre apenas.
—Sí —respondo, asintiendo con la cabeza. —Pero al menos nos separamos con estilo.
Nos despedimos con un apretón de manos ridículamente formal. Me giro, camino hacia la salida, y siento que un pedacito de adrenalina se escapa junto con el aire que dejo atrás.
El día siguiente, sábado, me encuentro con Christian en un momento en que el restaurante ya está vacío, luces bajas, música casi imperceptible. Él me mira, confiado y elegante, y me hace esa pregunta que parece más un pronóstico que una cuestión:
—Amara, ¿qué pasó con lo que teníamos?
—Lo mismo que con Alejandro —respondo con firmeza—. No voy a estar contigo, ni con él, ni con nadie más por ahora.
Christian arquea una ceja.
—¿Entonces te vas a quedar con Alejandro? —pregunta, intentando sonar despreocupado, aunque su voz traiciona un hilo de tensión.
—No —digo, con toda la seguridad que puedo reunir—. Ni con él, ni contigo.
Se queda en silencio por un momento, como procesando lo que acabo de decir. Y ahí me doy cuenta de que, aunque he sido directa, él no lo esperaba. Tal vez nunca lo hace nadie.
—Entonces… ¿con quién estarás? —pregunta, más bajo, casi como si me susurrara un secreto que no quiere admitir.
—Con alguien que no conoces todavía —respondo, un toque de misterio y humor en mi voz—. Alguien que probablemente tiene un gato que secuestra gatos de otros humanos y que se ha convertido en mi compañero de aventuras más inesperado.
Christian se ríe, un sonido bajo y elegante, mientras se recuesta en la silla y acepta la decisión. Sé que, aunque pueda molestarle, entiende que no soy del tipo de personas que se atan a expectativas ajenas.
…
Y ahí estoy yo, saliendo del restaurante, respirando el aire nocturno y sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, no tengo que dividir mi corazón en dos.
Porque Matías está en mi mente de una manera que ni siquiera puedo describir completamente. No hay drama, no hay tormenta emocional, solo un calor constante que me hace sonreír mientras camino.
Pienso en cómo será darle la oportunidad a esto que estamos empezando. No es simple, claro que no.
Porque Matías no es barman, ni chef elegante, ni un juego de seducción complicado. Es… real. Directo, honesto, sereno. Y esa combinación rara de cualidades es peligrosa para alguien como yo, que disfruta del caos controlado y de los giros inesperados.
Pero por primera vez desde lo de Javier, me siento lista para algo que no sea un juego.
Para algo que pueda crecer, cambiar y sorprenderme sin necesidad de ser parte de un triángulo emocional.
Porque Alejandro y Christian han cumplido su papel: diversión, tensión y lecciones de lo que no quiero.
Matías es… otra cosa. Algo diferente. Y creo que, finalmente, estoy lista para explorar eso.
Al llegar a su departamento, lo encuentro sentado en el balcón, observando el paisaje con su usual aire de dueño del mundo. Matías está a mi lado, mirándome con esa calma que me desarma. Lo miro y sonrío, un poco sarcástica, un poco divertida, porque sí, he decidido darle una oportunidad a lo que está empezando con él. Y Garfield, claramente, aprueba silenciosamente, con esa mirada que dice: “Bien, humana, al fin tomaste una decisión sensata.”