Dos semanas y media después de nuestro primer beso y, honestamente, de que mi vida empezara a tener un sentido de dirección que no fuera solo Garfield y yo, Matías me invita a cenar. Sin decirme a dónde vamos, solo me pide que me vista como si fuera “una noche especial”.
Me pregunto si eso significa tacones, vestido, o simplemente mis leggings favoritos —porque, vamos, todo depende de la expectativa de Matías, que parece vivir en su propio universo meticulosamente organizado, mientras yo vivo en un caos ordenado.
Cuando llegamos al restaurante, veo las luces suaves, la música tranquila, y me doy cuenta de que es el local de Christian. Oh, sí, esa especie de pasta con toque gourmet, donde los camareros parecen salidos de una revista de lifestyle y el chef, bueno… Christian.
Pero no me quejo; Matías tiene esa mirada de “confía en mí” que logra que ignore que el ex-casi-novio de mi pasado podría estar detrás de la barra observándonos como un halcón.
La cena empieza tranquila. Matías pide platos que no puedo pronunciar sin tartamudear. Hablamos de cosas triviales, de trabajo, de las cosas más absurdas que uno puede decir para calmar los nervios, y poco a poco el ambiente se vuelve más íntimo.
Y entonces llega el momento que cambia absolutamente todo: Matías saca una pequeña cajita de su bolsillo. Me detengo por un segundo. La cajita es esa que uno automáticamente asocia con propuestas de matrimonio, y mi mente no puede evitar viajar a los recuerdos más ridículos y peligrosos de mi historial romántico.
Primero, Patricio. Patricio era un lunático, no hay otra forma de decirlo. Se quería casar conmigo en exactamente dos semanas, y lo más gracioso es que había un anillo esperando en la cafetería de Javier mientras yo comía un muffin. Sí, un muffin. ¿Pueden imaginarlo? Yo mordiéndome los labios tratando de no atragantarme con ese maldito muffin, mientras él me decía “Amara, ¿quieres casarte conmigo?” y yo, en un impulso, dije que sí… o algo parecido, porque en realidad me estaba ahogando. El pobre hombre me colocó el anillo sin decir ¡”agua va!”, y al día siguiente, se lo devolví. Pero Patricio, claro, se volvió violento al sentirse rechazado. Todo un capítulo.
Luego estaba Javier. Mi ex, casi-casi esposo, ese obsesivo con TOC y esa especie de psicopatía funcional que hace que uno quiera huir a otra ciudad, otro continente, y nunca volver.
Con Patricio aprendí que los hombres obsesivos no eran lo mío; con Javier confirmé que los hombres funcionalmente locos tampoco. Y aquí estaba Matías, sacando una cajita que, automáticamente, hace que mi cerebro diga: : “Otro loco más, esto no puede terminar bien.”
—¿Quieres ser mi novia? —preguntó.
Pero entonces abrió la cajita y, para mi sorpresa, el anillo era diminuto y no en un dedo donde esperaría una promesa de vida eterna, sino en mi meñique.
Mi primera reacción: parpadeo. “¿Qué…?” murmuró mi mente mientras mis labios no podían articular nada más que un silencio confuso.
—Pensaste que era propuesta de matrimonio, ¿cierto? Y también pensaste en que estoy loco —dice él, con esa mezcla de seguridad y sonrisa que me desarma.
Y yo, por supuesto, sonrío como una idiota y asiento. Claro que lo pensé. ¿Quién no lo haría?
—Pero no estoy loco —añade, suavemente— Solo estoy loco por ti.
Y ahí, de repente, todos los recuerdos de Patricio, Javier y cualquier otra experiencia fallida se desvanecen ante la simplicidad de esta declaración.
Y también, de pronto, todo el resto del mundo desaparece. Garfield en mi cabeza se convierte en una especie de juez felino que asiente con solemnidad, y yo me doy cuenta de que… bueno, sí, estoy loca por Matías también.
Le digo que sí, no con la cabeza fría, ni con una lógica impecable, sino con esa parte de mí que disfruta lanzarse de cabeza hacia el caos que sabe que es seguro. El anillo se coloca en mi meñique, ridículamente adorable, y sonrío mientras pienso: “Ok, Amara, otro loco más… y sí, podría soportarlo.”
Ceno con Matías, riendo entre bocados y miradas cómplices, cuando lo veo: Christian. Sí, justo él, con esa sonrisa arrogante que parece diseñada para molestarme y hacerme recordar todos los malos ex que tuve, pero multiplicado por diez. Aparece detrás de una mesa cercana, con ese andar seguro de quien sabe que tiene el control de la situación.
—¡Amara! ¡Qué sorpresa! —dice, con un tono que mezcla entusiasmo y esa especie de aire de superioridad que solo él maneja. —Felicidades por tu compromiso.
Mi cerebro hace una pausa. Sí, compromiso. Esa palabra tiene un efecto hilarante y, en este contexto, totalmente absurdo. Tomo un sorbo de agua para no reírme de inmediato y miro a Matías. Él levanta una ceja, claramente preguntándose qué clase de personaje estamos recibiendo.
—Gracias… Christian —digo, con un sarcasmo medido y esa sonrisa que solo uso cuando quiero que alguien se dé cuenta de que su presencia me incomoda un poquito.
Christian se inclina y, con un gesto teatral, ofrece una botella de vino:
—Por cuenta de la casa, para celebrar. Espero que no les importe que sea un merlot especial.”
Matías me da un vistazo rápido, esa mirada que mezcla curiosidad y un ligero “qué clase de locura está por suceder ahora”. Yo asiento con discreción, porque sé que nada bueno puede salir de este encuentro sin previo aviso.
Christian sirve el vino, acercándose con cuidado, pero con esa seguridad exagerada que lo hace ver como si fuera dueño del mundo. Se inclina hacia Matías, como si compartiera un secreto importante:
—Sabes, solíamos salir con Amara hasta hace tres semanas atrás.
Mi cerebro casi se cae de la silla. “Tres semanas atrás… claro… como si eso importara ahora,” pienso, mientras intento mantener la calma.
Matías, impasible, lo mira con esa serenidad que siempre me desconcierta y responde: —Llevamos dos semanas y media saliendo.