Han pasado poco más de dos meses desde el primer beso con Matías, y de alguna manera mi vida se ha convertido en un ciclo constante de cenas, desayunos y risas que me dan más paz que cualquier escapada de spa.
Ya no sé cuándo fue la última vez que dormí en mi departamento. Si revisara, probablemente encontraría un ecosistema nuevo creciendo en mi refrigerador. Pero honestamente, no me importa.
Porque aquí, en el departamento de Matías, hay café fresco todas las mañanas, un gato gigante que ronca como una persona y un hombre que cocina como si las recetas fueran su segunda lengua.
Y lo peor (o lo mejor) de todo: ya tengo cepillo de dientes aquí. Y crema. Y perfume. Y ropa. Y una taza con la letra “A” que él compró y colocó en la repisa, al lado de la suya, la que dice “M”. Si esto no es una relación oficial, que alguien me explique qué es.
…
La primera vez que vi la cafetera de Matías, casi me arrodillo. Era una máquina plateada, enorme, con más perillas que el tablero de un avión. De esas que no solo hacen café, sino que parecen evaluar tu nivel de compromiso con la vida antes de servirte una taza.
—¿Sabes usarla? —me pregunta él, una mañana de sábado, con el cabello despeinado y esa voz de recién despertado que debería venir con advertencias.
—¿Usar eso? —Señalo la cafetera como si fuera un artefacto alienígena—. Matías, esa máquina parece capaz de lanzar cohetes.
Él ríe, toma un vaso de agua y se sienta frente a mí en la barra. —Curioso. Estuve a punto de regalársela a ti y a tu ex para su boda.
Casi escupo el agua. —¿Qué?
—Sí —dice con total naturalidad, como si acabara de mencionar que llovió anoche—. Cuando me dí cuenta de que te gustaba tanto el café, pedí que me recomendaran una buena cafetera para regalarles. Yo había comprado esta, una edición profesional, antes de que me mandaran la notificación de que ya no habría matrimonio, así que me la quedé.
—¿Tú ibas a regalarme esta máquina infernal? —pregunto, con una mezcla de asombro y nervios—. ¿A mí?
—A ustedes —corrige, sonriendo—. Pero supongo que el universo decidió que la cafetera tenía otro destino.
—¿Y ese destino era convertirme en tu aprendiz de barista frustrada?
—Exactamente. Ven, te enseño.
Intento prestar atención, pero el olor a café recién molido me distrae. Matías se mueve con la seguridad de alguien que podría preparar espresso con los ojos cerrados. Su concentración me parece un poco obscena.
—¿Por qué parece que estás preparando una poción mágica? —pregunto.
—Porque lo es. Café mágico, para personas que lo arruinan todo antes de las nueve de la mañana.
—Ah, perfecto. O sea, para mí.
Matías me pasa la primera taza. Es negra, densa y tiene esa espuma perfecta que solo se logra con aparatos que cuestan medio sueldo.
—Pruébalo.
Lo hago, y el sabor es tan bueno que casi me emociono.
—Esto... esto es café celestial.
—Y sin microondas. —Sonríe satisfecho.
Lo miro con cierta ternura. Si alguien me hubiera dicho que el tipo que iba a enseñarme a usar la cafetera era el mismo que casi me la regala para casarme con otro hombre, probablemente habría dicho que eso solo pasa en películas mal escritas.
Pero aquí estamos, compartiendo café y un gato obeso que se sienta entre nosotros como un mediador silencioso.
Garfield ronronea tan fuerte que vibra el suelo. Matías le rasca la cabeza y dice:
—Él también opina que era el destino.
—Sí, claro. Un gato romántico. Lo que me faltaba.
Nos reímos. El aroma a café llena la cocina, y pienso que el universo tiene un sentido del humor bastante retorcido. Pero por una vez, no me molesta.
…
Garfield tiene el tamaño de una almohada y la actitud de un rey destronado. Su pasatiempo favorito es interrumpir cada interacción humana con un maullido que suena a juicio.
Una tarde, mientras Matías trabaja en su laptop y yo leo en el sofá, Garfield decide instalarse justo encima de mi libro.
—¿Podemos hablar de tu sentido del espacio personal? —le digo al gato, que me mira con total indiferencia.
Matías ni levanta la vista. —No discutas con él. Siempre gana.
—Sí, ya lo noté. Creo que si tuviéramos una pelea seria, él se quedaría contigo.
—Probablemente. Le caes bien, pero soy el que compra la comida.
—Eso es traición felina en su máxima expresión.
Garfield bosteza. Y por un segundo, juro que lo hace a propósito.
Nos quedamos en silencio un rato, hasta que Matías dice:
—¿Sabes que Garfield no te deja leer porque quiere que le hables?
—¿A él? ¿Al gato?
—Sí. Le gusta tu voz.
Lo miro incrédula. —¿Y cómo sabes eso?
—Porque se duerme cuando hablas.
—Matías, eso no es un cumplido.
Él ríe, y por un instante, la escena se siente tan doméstica que me da miedo. No por el compromiso, sino porque es exactamente lo que nunca pensé volver a tener: un hogar con risas, con un gato demasiado grande y una cafetera que sabe más de mí que muchos exnovios.
Garfield ronca. Matías se levanta, me besa el cabello y murmura:
—No sé cómo lo hiciste, pero el gato te adoptó.
—Y tú también, al parecer.
—Tal vez. Pero al menos tú no sueltas tanto pelo.
—Todavía.
…
El viernes, Matías llega con una idea peligrosa: “hoy cocino yo, pero algo especial”. Yo debería haber llamado a emergencias en ese mismo instante.
—¿Qué vas a hacer? —pregunto, cruzada de brazos frente a la encimera.
—Risotto de setas. Fácil y rápido.
—Sí, claro. Lo mismo dijiste cuando intentaste hacer pan casero y casi generas un hongo radioactivo.
—Confía en mí.
—Famosas últimas palabras.
Cuarenta minutos después, la cocina parece un campo de batalla. Hay arroz por todas partes, y Matías está concentrado en remover una masa sospechosa con cara de “ya no sé qué estoy haciendo, pero no voy a rendirme”.
—Creo que se supone que debía quedar cremoso —dice.