Yo ya tenía la sospecha de que Matías estaba tramando algo.
No sé si fue por cómo se pasó toda la semana sonriendo como quien tiene un secreto bajo la lengua o porque Garfield, su gato del tamaño de un león bebé, empezó a dormir encima de mi ropa doblada. Cuando un gato de casi diez kilos se echa sobre tus suéteres y no sobre los de su dueño, algo está pasando.
Así que cuando el viernes me escribió para decirme: “Te paso a buscar”, supe que venía algo grande.
Bueno, “grande” en lenguaje Matías podía significar muchas cosas: desde un plan romántico hasta que había comprado otro electrodoméstico ridículamente caro.
A veces pienso que su amor verdadero no soy yo, sino su cafetera profesional. La misma que casi me regaló para mi boda con Javier, años atrás. Ironías del destino: el aparato que casi se convirtió en regalo de matrimonio ahora nos prepara el café cada mañana como si estuviéramos casados.
Matías llegó puntual, como siempre.
Yo seguía en mi oficina, ordenando papeles para no pensar en lo que fuera que estaba tramando. Lo vi entrar, con esa chaqueta gris que le queda demasiado bien, el pelo ligeramente revuelto y esa sonrisa de “te voy a arruinar la rutina”.
—¿Lista? —preguntó, asomándose a mi escritorio.
—Depende —dije, cerrando el computador—. ¿Me vas a decir a dónde vamos o tengo que adivinar por el menú?
—No. Es sorpresa.
Genial. Otra sorpresa.
Durante el trayecto, intenté sacarle información de todas las formas posibles: tono casual, sarcasmo, manipulación emocional de baja intensidad. Nada.
Matías tiene la paciencia de un santo y la sonrisa de un culpable profesional.
—Solo te aviso —le dije, mirando por la ventana del auto—, si terminamos en el restaurante de Christian, voy a fingir un desmayo.
—No, tranquila. Prometo que esta vez no.
—“Esta vez”… —le lancé una mirada de sospecha—. No me digas que planeas repetirlo.
—Depende de cómo te portes —dijo, y soltó una risa baja.
Llegamos a un restaurante nuevo, uno de esos que parecen haber sido diseñados por alguien que vio demasiadas películas de Woody Allen: luces cálidas, jazz de fondo, velas discretas. El tipo de lugar donde uno siente que está a punto de decir algo importante sin saber qué.
Nos sentaron junto a una ventana, y Matías me ofreció la carta con ese gesto de “elige lo que quieras, no te fijes en los precios”.
—¿Otra cena elegante? —pregunté, levantando una ceja—. ¿Qué sigue? ¿Viaje sorpresa? ¿Adopción de otro gato?
—No, no, ya tenemos uno que apenas cabe en el sillón.
—Garfield no es “uno”. Garfield es una institución.
—Sí, y está a punto de recibir a su nueva inquilina oficial.
—¿Cómo? —pregunté, sin captar del todo lo que había dicho. Pero Matías sonrió y fingió que estaba demasiado ocupado eligiendo el vino.
Durante la cena hablamos de todo y de nada: de mis proyectos, de un cliente insoportable suyo, de Garfield persiguiendo sombras. Me sentía cómoda. Demasiado cómoda. Y ese “demasiado” fue el principio de mis pensamientos catastróficos.
Porque a ver…
Tres meses. Tres. En mi historial, ese es el punto exacto en que todo empieza a ir tan bien que da miedo.
Así que mientras Matías hablaba de un nuevo proyecto de arquitectura, yo no escuchaba nada. Solo veía su sonrisa, su tranquilidad, y pensaba: no puede ser que sea tan fácil.
En algún momento pidió el postre sin consultarme.
Eso fue raro. Matías nunca hace nada sin preguntarme, especialmente cuando hay azúcar de por medio.
El camarero trajo dos porciones de tiramisú y una pequeña caja negra sobre el plato de Matías.
Y ahí fue cuando mi cerebro, siempre tan oportuno, decidió activar el modo “pánico preanillo”.
Me quedé mirándolo, paralizada.
No. No, no, no puede ser. No. No otra vez.
Matías me miró divertido, como si estuviera viendo un tráiler de mis pensamientos.
—¿Por qué esa cara?
—¿Qué caja es esa?
—Una caja —respondió con toda la calma del mundo.
—Matías, te lo advierto… si te arrodillas, juro que salgo corriendo.
Él se rió, una carcajada limpia, honesta.
—Tranquila, no pienso arrodillarme. Ni siquiera traje rodilleras.
No sabía si reír o llorar.
—Entonces… ¿qué es eso?
—Ábrela tú.
Yo no quería tocarla. Tenía flashbacks de Patricio extendiendo el anillo frente a toda la cafetería de Javier, mientras yo tosía y trataba de no morir atragantada con un muffin de arándanos. Pero ahí estaba, de nuevo, la caja, el temblor en mis manos, el miedo irracional de que el universo estuviera burlándose de mí.
—No me digas que este dedo —dije, señalando mi anular— se siente celoso del meñique.
Matías soltó una carcajada que hizo girar a la pareja de la mesa de al lado.
Abrí la cajita.
Dentro había otro anillo. Pequeño, simple, plateado.
—No. Este —dijo, señalando mi otra mano—. Es para el otro meñique. Está desnudo, y me parece injusto.
Me reí, con alivio y con ganas de matarlo.
—Eres un idiota.
—Sí, pero un idiota coherente.
Entonces, justo cuando estaba a punto de decir algo sarcástico, él añadió:
—Antes de ponértelo, quiero preguntarte algo.
Y otra vez el estómago me dio un vuelco.
Matías respiró hondo.
—Amara… ¿quieres vivir conmigo?
Me quedé en silencio.
Era absurdo, porque ya prácticamente vivía con él. Mi cepillo de dientes estaba en su baño, mis cremas en su tocador, mis libros en su mesa de noche. Garfield dormía sobre mis piernas más que sobre las suyas. Pero escucharlo decirlo, así, tan directo, me desarmó.
—¿Vivir contigo? —repetí, apenas procesando—. Pero si ya lo hago.
Él sonrió.
—Exacto. Entonces es un sí.
Asentí, riendo, sin poder creer lo fácil que salía la palabra.
—Sí. Supongo que sí.
—Perfecto —dijo, tomando mi mano—. Porque ya que tengo tu permiso, lo estás haciendo oficialmente.