Corazón de Veleta

70.-Vecino

Vivir con Matías suena fácil cuando lo digo en voz alta. Lo que no digo —porque me da pánico admitirlo— es que a veces lo miro y pienso que no tengo idea de cómo llegué a esto.

A su departamento, con mis cremas alineadas junto a sus lociones, mi secador de pelo al lado de su maquina de afeitar, y Garfield reclamando el derecho a dormir en medio, ocupando más espacio que nosotros dos juntos.

Los primeros días fueron casi de luna de miel: él cocinaba, yo elogiaba sus platos aunque quemara la cebolla. Me enseñó a usar su cafetera profesional con una seriedad casi religiosa. “Esto no es una máquina, es una extensión del alma”, me dijo el primer día, y yo apenas pude contener la risa.

Ahora, seis meses después, es un ritual compartido: él muele el café, yo sirvo las tazas. Y sí, todavía me quemo los dedos cada mañana, pero eso ya es parte del encanto.

La convivencia comenzó oficialmente con Garfield tomando el control de la cama.

Esa primera noche, Matías intentó razonar con él.

—Garfield, no puedes dormir entre nosotros —le dijo con tono de ingeniero que da órdenes a un gato gigante.

El gato lo miró, dio un bufido y se acomodó mejor.

Yo traté de no reírme.

—Es su forma de marcar territorio —le dije.

—¿Y qué marca?

—A ti, probablemente.

Y sí, Matías durmió en el borde de la cama como un invitado, mientras Garfield roncaba entre nosotros como si pagara la hipoteca.

Durante las primeras semanas todo fue… funcional. Demasiado funcional.

Él se levantaba antes que yo, revisaba correos, hacía café. Yo me quedaba en la cama unos minutos más, escuchando el sonido del agua en la ducha y diciéndome que esto era real.

El silencio que antes me pesaba, ese mismo que odiaba cuando vivía sola, ahora tenía otro tono.

Pero no tardó en volver.

La primera discusión fue por el baño.

Una tontería, claro, pero las guerras más grandes empiezan así.

—¿Por qué hay toallas mojadas sobre la cama? —me preguntó con esa calma peligrosa de quien ya está al borde.

—Porque las saqué del baño para que se sequen.

—En la cama.

—Sí, ¿dónde más?

—En cualquier parte menos ahí.

—Matías, es una cama, no un altar.

—Tú no respetas la lógica de los textiles —replicó con tono de ingeniero.

—Y tú no respetas mi derecho a la improvisación.

Nos quedamos en silencio. Luego me eché a reír. Él trató de mantenerse serio, pero terminó sonriendo.

A los diez minutos estábamos doblando toallas juntos y Garfield durmiendo sobre ellas.

La segunda discusión fue más seria.

Yo había llegado tarde del trabajo, agotada, con la cabeza llena de pedidos y números.

Matías tenía la cena lista. Un detalle tierno… hasta que noté el mantel, las velas, el vino.

—¿Qué es todo esto? —pregunté.

—Cena.

—¿Por qué parece una propuesta de matrimonio?

—Porque quería sorprenderte.

—Bueno, lo lograste. Me asustaste.

Me miró sin entender.

Y entonces lo solté sin filtro:

—Es que no estoy acostumbrada a que las cosas vayan bien.

Matías se acercó despacio.

—No es un crimen que algo salga bien, Amara.

—Para mí, a veces lo es.

Nos quedamos así, uno frente al otro, con Garfield maullando como si pidiera tregua.

Terminé sentada en el suelo comiendo pasta fría y él conmigo.

A veces el amor se ve así: sin velas, sin discurso, con salsa derramada y miedo en los ojos.

Las reconciliaciones, en cambio, eran pura comedia.

Un martes cualquiera, después de discutir por quién había usado su taza favorita (la blanca, la de su inicial), nos encontramos en el supermercado, los dos empujando carros distintos.

Él me vio desde el pasillo de los cereales y me gritó:

—¡Te robaste mi taza!

Yo respondí con la misma seriedad:

—¡Y volvería a hacerlo!

Una señora nos miró horrorizada.

Garfield, que estaba en casa, probablemente se sintió representado por la señora.

..

Diana, por supuesto, tenía comentarios.

—¿Ya se mataron o siguen jugando a la pareja perfecta? —preguntó un domingo mientras tomábamos vino en el balcón.

—No somos perfectos.

—Claro, y Garfield es vegano.

—Discutimos.

—¿Por qué?

—Por el baño, por la taza, por el orden de la cocina…

—Eso no son discusiones, son preliminares —dijo entre risas—. A ustedes les falta un drama real, tipo “me dejaste plantada en el aeropuerto”.

—No le des ideas al universo.

Ella levantó su copa:

—Tarde.

..

Pero el drama real llegó sin avisar.

Una noche, Matías se quedó trabajando hasta tarde. Yo, aburrida, empecé a revisar fotos viejas.

Me encontré con una de Javier.

Solo verla me dio un escalofrío.

No era nostalgia. Era miedo.

Recordé lo fácil que era que todo se desmoronara.

Recordé lo rápido que los finales aparecían justo cuando más feliz me sentía.

Matías llegó pasada la medianoche.

—¿Estás bien?

—Sí —mentí.

Se acercó, me miró un segundo, y me abrazó sin preguntar.

Yo apoyé la cabeza en su pecho y pensé: siempre es así; justo cuando creo que puedo confiar, mi cabeza me dice que no.

No le dije que tenía miedo.

No le conté que a veces siento que soy una bomba de relojería disfrazada de mujer funcional.

Solo lo abracé más fuerte.

Convivir con Matías era eso: navegar entre lo cotidiano y lo caótico, entre el amor y la costumbre.

Un jueves cualquiera, por ejemplo, Garfield decidió traer un pájaro vivo al departamento.

Matías gritó.

Yo grité.

Garfield estaba feliz.

El pájaro volaba como en película de Hitchcock.

—¡Amara, cierra la ventana! —gritó Matías.

—¡No puedo, está el pájaro!

—¡Por eso!

Garfield saltó al sofá, el pájaro al ventilador, yo al suelo.

Terminamos los tres respirando fuerte, como si hubiéramos sobrevivido a una guerra.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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