Diana se quedó en el marco de la puerta con Garfield en brazos, como si estuviera despidiendo a un hijo. —No te preocupes, lo voy a cuidar como si fuera mío —me dijo, y el gato, traidor, ronroneó en sus brazos sin siquiera mirar atrás.
Yo le hice un gesto a Matías, que estaba acomodando las maletas en el auto.
—¿Ves? Ni nos extraña.
—Tiene buen gusto —respondió con una sonrisa torcida—. Lo único que espero es que no le enseñe a dormir en el lavaplatos.
Rodé los ojos y cerré la puerta del departamento.
Era la primera vez que nos íbamos juntos por tantos días, y aunque el plan sonaba perfecto —viajar a su ciudad natal, conocer a sus padres, y luego seguir hasta otra ciudad para celebrar nuestro aniversario—, había un nudo de nervios en el estómago que no se iba con nada.
El trayecto comenzó con la radio baja, una lista de reproducción suave y ese tipo de silencios tranquilos que no pesan.
Matías manejaba con el antebrazo apoyado en la ventanilla, los lentes de sol puestos, la mirada relajada.
Yo lo observaba desde mi asiento, tratando de memorizarlo en todos sus gestos: la forma en que tamborileaba los dedos sobre el volante, el modo en que se inclinaba un poco cada vez que reía.
—¿Estás nerviosa? —preguntó sin mirarme.
—Un poco. No todos los días una conoce a los padres del tipo con el que vive.
—Con el tipo que AMA —corrigió, girando la cabeza lo justo para mirarme de reojo.
Sonreí, sintiendo ese calor familiar que me recorría el pecho cada vez que lo hacía.
—Eso también.
Pasaron varios kilómetros antes de que me animara a preguntar:
—¿Cómo son?
—Mis padres… son un poco distintos a mí. —Soltó una pequeña risa—. Mi mamá habla hasta cuando duerme, y mi papá escucha hasta cuando no quiere. Pero son buenos, te van a querer.
—¿Y si no? —pregunté, más para provocarlo.
—Entonces nos quedamos en un hotel y les mando postales cada Navidad.
Reí. Era tan simple con él. Todo lo que antes me daba miedo; la convivencia, el futuro, el amor, todo se volvía una broma cuando salía de su boca.
La ciudad apareció al final de la tarde, entre nubes bajas y el reflejo dorado del sol. Matías redujo la velocidad frente a una calle de árboles viejos y casas con jardines cuidados.
—Ahí —dijo, señalando una casa blanca con flores enredadas en la verja.
Bajé del auto con el corazón apretado, sosteniendo una caja de vino como si fuera un escudo. Apenas dimos dos pasos hacia la puerta, una voz femenina gritó desde adentro:
—¡Por fin!
Una mujer bajita, de cabello rizado y ojos vivaces, salió corriendo y abrazó a Matías con una fuerza que casi lo tambaleó.
—Mamá… aire —logró decir entre risas.
Ella lo soltó y me miró, con una sonrisa que desbordaba hospitalidad.
—Tú debes ser Amara. ¡Qué linda eres! Ven, entra, estás en tu casa.
El interior olía a pan recién hecho y a flores. En la mesa del comedor había una fuente enorme con algo que burbujeaba.
—Preparé lasaña —anunció ella, como si fuera la frase más importante del día—. Él siempre pedía lasaña los viernes cuando era niño.
—Y tú siempre le ponías demasiada albahaca —replicó Matías.
El tono entre ellos era una mezcla de cariño y costumbre, como si sus bromas tuvieran siglos de práctica.
El padre apareció en ese momento: alto, delgado, con una serenidad que se notaba incluso antes de hablar. Me estrechó la mano y me dijo:
—Así que tú eres la famosa Amara. Bienvenida.
La cena transcurrió con historias. Yo apenas podía comer de tanto reír. Su madre sacaba anécdotas como si fueran cartas de una baraja infinita: la vez que Matías intentó teñirse el pelo con té, la vez que cocinó arroz y terminó haciendo engrudo, el día que se escapó para ver una lluvia de estrellas y se durmió en la vereda.
—No exageres —dijo él, dándole un toque cariñoso en el hombro.
—No exagero, hijo. Ella tiene que saber con qué clase de personaje vive.
Después de la cena, salimos al jardín. El aire olía a hierba húmeda y a tierra. Su madre nos alcanzó con dos mantas y un termo con té.
—Hace frío en la noche —dijo—. Si ven estrellas fugaces, pidan deseos.
Nos sentamos en el pasto, hombro con hombro.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Matías.
—En que tu mamá me gusta más que tú.
—Lo sabía. Siempre pierdo contra ella.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era ese tipo de silencio en el que uno se siente parte de algo, aunque no diga nada. Lo miré de reojo y vi que tenía los ojos cerrados, el rostro tranquilo. Pensé que así debía sentirse la calma: como una respiración compartida.
Al día siguiente, desayunamos temprano. La madre de Matías nos había preparado panqueques y jugo recién exprimido. Me sentí como una niña otra vez, con el mantel de flores y la luz del sol entrando en la cocina.
—Entonces, ¿se van hoy mismo? —preguntó su padre.
—Sí, pero pasaremos por otra ciudad. Es nuestro aniversario —respondí, y sus ojos se iluminaron.
—Ah, el primer año —dijo la madre—. El más dulce y el más difícil.
No supe qué contestar. Había algo en su voz, una mezcla de nostalgia y certeza, que me dejó pensando.
Cuando nos despedimos, ella me abrazó con fuerza.
—Cuídalo, pero déjalo que te cuide también —susurró.
El viaje hasta la segunda ciudad fue más corto de lo que esperábamos. Matías había reservado una cabaña en un pequeño pueblo junto al lago. Al llegar, el aire olía a madera y a lluvia.
Dejamos las maletas y salimos a caminar, con las manos entrelazadas, riendo de cosas tontas: el nombre del gato del vecino, la forma en que los patos parecían discutir entre ellos.
En la cena, un restaurante pequeño y cálido, con luces ámbar, él pidió vino.
—Por nuestro primer aniversario —dijo, alzando la copa—, y por los próximos cien.
—Cien me parece mucho.
—Entonces noventa y nueve, para dejar espacio a las sorpresas.