No sé en qué momento pasamos del “estamos bien” al “¿en qué momento todo se fue al carajo?”.
Supongo que esas cosas no llegan con una alarma ni una señal de neón que diga “prepárate, se avecina la tormenta”.
Simplemente, un día estás cocinando, cortando tomates como si tu vida dependiera de eso, y tu pareja entra a la cocina con cara de “necesito contarte algo”, y ahí empieza la cuenta regresiva.
—Amara —dijo Matías, apoyándose en el mesón de la cocina—. Tenemos que hablar.
Ese “tenemos que hablar” debería estar prohibido por ley. Nadie, absolutamente nadie, ha sobrevivido emocionalmente ileso después de oír esas cuatro palabras.
—¿Qué pasa? —pregunté, sin levantar la vista del cuchillo, porque el tomate era menos amenazante que su tono.
—Hoy la junta me llamó a reunión. Me ofrecieron un ascenso.
Me giré con una sonrisa automática, la que uno pone cuando quiere ser una pareja amorosa y comprensiva.
—¡Eso es genial! ¡Te lo mereces!
—Sí —dijo, y ya esa sola sílaba me sonó rara—. Pero el cargo es en otra ciudad.
Y ahí se me fue el alma al piso.
—¿Qué ciudad? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—La nuestra. La de antes.
Sentí cómo me subía un calor horrible por el pecho. La de antes. La ciudad que me vio romperme, recogerme y recomponerme a medias.
—¿Y estás considerando aceptar? —pregunté, intentando que no sonara tan como una acusación, pero sonó exactamente así.
—Lo estoy pensando —dijo con ese tono de calma peligrosa que usa cuando intenta no discutir.
—¿Pensando qué, exactamente? —dejé el cuchillo en la tabla—. ¿Pensando en mudarte? ¿Pensando en dejar todo esto?
—Amara —suspiró—, no es tan simple.
—Claro que lo es —dije, con un nudo en la garganta—. O te vas, o te quedas.
Él me miró, entre incrédulo y dolido.
—No quiero irme de ti —dijo—. Solo estoy viendo opciones. Es una oportunidad grande.
—¿Y yo qué? —repliqué—. ¿Qué hago yo mientras tú ves opciones?
—Por eso te lo estoy contando. Para decidir juntos.
—No, Matías. Tú ya decidiste. Solo estás buscando que yo diga lo que quieres oír.
El silencio que cayó después fue tan espeso que podría haberse cortado con el cuchillo del tomate. Él apoyó las manos en la encimera, respirando por la nariz, intentando mantener la calma. Yo lo conozco. Cuando se le empieza a tensar la mandíbula, es que está conteniéndose.
—No digas eso —dijo despacio—. No soy de esos tipos que toman decisiones sin hablarlas.
—Y, sin embargo, ya estás justificando por qué deberíamos irnos —le contesté.
—¡Porque no se trata solo de irnos! —levantó la voz por primera vez en meses—. Se trata de mejorar. De crecer.
—¿Y lo que tenemos aquí no es suficiente? —grité sin pensarlo.
—No es eso —respondió—. Pero ¿por qué todo tiene que ser blanco o negro contigo?
Y ahí me dolió.
—¿Ah, ahora soy “todo o nada”? Perfecto. Agrega eso a mi lista de defectos.
Él me miró, con esa mezcla de impotencia y cansancio.
—Amara, no estoy peleando contigo.
—Pues parece que sí.
Dio un paso atrás, se cruzó de brazos y respiró hondo.
—Olvídalo por hoy. Hablamos mañana.
Y se fue al dormitorio.
Yo me quedé en la cocina, con los tomates en la tabla y el corazón en el suelo.
…
Esa noche no dormimos juntos. Ni él vino a buscarme, ni yo tuve ganas de hacerlo. Garfield, que siempre se acuesta con él, se instaló conmigo en el sofá, como si eligiera bando.
Al día siguiente, fui a lo de Diana.
Ella me abrió la puerta con el pelo recogido y una taza de café en la mano.
—Te peleaste con Matías —dijo sin que yo tuviera que abrir la boca.
—Sí —respondí, entrando.
—¿Qué hizo ahora?
—Le ofrecieron un trabajo en la otra ciudad.
—¿Y?
—Y está pensando aceptarlo.
Diana levantó una ceja.
—¿Y tú te enojaste porque…?
—Porque no quiero volver allá. No quiero.
Se quedó callada un momento. Luego, con esa tranquilidad de quien sabe que va a decir algo que no te gustará, murmuró:
—Amara, el mundo no se acaba porque uno cambie de código postal.
—No entiendes.
—Sí entiendo. Lo que no entiendo es por qué le estás gritando a un tipo que vino a contarte algo en lugar de esconderlo.
—No grité.
—Gritaste —dijo, con tono de madre paciente—. Te conozco. Tu ceja izquierda se levanta cuando estás a punto de lanzar cuchillos verbales.
La odié un poquito en ese momento.
—Solo… —suspiré—, solo no quiero perder lo que tenemos aquí.
—Entonces habla con él. Pero sin matarlo a preguntas antes de escucharlo.
La miré con cara de “ya terminé la terapia, gracias”, pero sabía que tenía razón.
Volví al departamento esa misma tarde. Matías estaba en la cocina, como si nada. Tenía el delantal puesto, la camisa remangada y las manos manchadas de harina.
—Hice pizza —dijo, sin mirarme.
—¿Pizza? —pregunté, todavía con la puerta en la mano.
—Sí. Pensé que teníamos que comer algo antes de seguir gritándonos.
Me acerqué despacio.
—No grité tanto.
—No, claro —ironizó—. Solo me dejaste claro que si acepto un trabajo mejor, arruino tu vida.
Me crucé de brazos.
—No fue eso lo que dije.
—No con esas palabras —replicó, sirviéndose vino—. Pero lo entendí igual.
—No te pongas sarcástico.
—¿Por qué no? —dejó la copa en la mesa—. Si igual todo lo que diga va a estar mal.
La discusión escaló rápido. Como esas tormentas que aparecen de la nada.
—¡No estoy diciendo que no aceptes! —grité.
—¡Pues lo parece!
—Solo me asusta volver allá, ¿ok? Y también me asusta perder todo esto.
—¡Y a mí me asusta que pienses que mi vida se detiene por miedo! —dijo golpeando la mesa—. ¡No me conoces si crees que puedo dejar pasar una oportunidad así sin pensarlo!
—No te estoy pidiendo que la dejes pasar.
—¡Sí lo estás haciendo! —gritó—. Cuando dices que “podemos tener una relación a distancia”, lo que oigo es “anda, pero no esperes que te siga”.