Dicen que las oportunidades llegan cuando menos las esperas.
Mentira.
Llegan cuando estás tranquila, cuando tu vida parece al fin estable, cuando empiezas a respirar sin sobresaltos.
Llegan, te miran a la cara y te dicen: “¿te acuerdas de todo lo que costó llegar hasta aquí? Bueno, olvídalo. Vamos a desordenarlo todo otra vez”.
Así llegó la noticia.
Un lunes, a las nueve de la mañana, mientras intentaba abrir un archivo de diseño que pesaba más que mi autoestima.
El correo tenía por asunto: “Propuesta: Jefatura Creativa Regional”.
Lo abrí creyendo que era un error.
No lo era.
Leí el mensaje tres veces, y en cada lectura me tembló algo distinto: primero las manos, luego la voz, luego las convicciones.
Querían que liderara todo el departamento creativo de la región.
No solo el equipo local. No solo la campaña actual.
Todo.
Presupuesto, viajes, oficinas, decisiones.
El tipo de ascenso que sueñas cuando tienes veinticinco, pero que a los treinta y tantos te da miedo aceptar porque implica volver a donde dijiste que jamás regresarías.
La ciudad.
Esa ciudad.
La de las luces frías y los cafés que sabían a nostalgia.
La ciudad donde conocí a Javier.
Donde casi me caso.
Donde todo empezó y se rompió al mismo tiempo.
Mi ciudad maldita.
Me reí sola, con ese humor torcido que me aparece cuando la vida se vuelve absurda. —Claro, cómo no —murmuré—. Parece que por más que huyo de ti, más me persigues, ciudad maldita.
El jefe me llamó a su oficina para “felicitarme”, aunque la sonrisa que traía era más política que genuina.
—Te lo mereces, Amara. No hay nadie con tu visión.
—¿Y la trampa? —pregunté, medio en broma.
—Ninguna —respondió—. Solo que el cargo está allá. Necesitamos que te mudes lo antes posible.
Y ahí estaba la trampa.
Esa tarde, salí antes del trabajo y fui directo al departamento de Diana.
Ella siempre era mi primer filtro para las decisiones grandes, aunque sus consejos solían tener la sutileza de una patada.
Me abrió la puerta con una copa de vino en la mano.
—Tienes cara de noticia —dijo, sin saludo previo—. ¿Buena o mala?
—Depende.
—Eso suena a “voy a decir algo y necesito que no me grites”.
Entré, me senté en su sofá, y le conté.
Todo.
El correo, la propuesta, la ciudad maldita, el miedo.
Diana escuchó en silencio, sin interrumpir, lo que en ella era un milagro. Cuando terminé, solo dijo:
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Vas a aceptar?
—No hay nada que pensar —respondí—. No pienso volver allá.
Diana soltó una carcajada tan alta que asustó al gato de la vecina.
—¿“No hay nada que pensar”? ¿Esa es tu respuesta madura y racional?
—Diana, tú sabes lo que significa volver.
—Sí —asintió—. Significa que te da miedo enfrentarte a los fantasmas.
—No —repliqué—. Significa que aprendí a cerrar puertas.
Ella se inclinó hacia mí con su expresión de “te voy a decir una verdad que no quieres escuchar”.
—Amara, no se trata de Javier. Ni de la ciudad. Se trata de ti. De que sigues actuando como si el pasado pudiera lastimarte todavía.
—¿Y no puede? —dije, casi en un susurro.
—Solo si lo dejas entrar otra vez.
Me quedé callada.
El silencio pesaba más que cualquier argumento.
Diana sabía cuándo dejarme sola con mis pensamientos, así que cambió de tema.
—¿Y Matías sabe?
—Aún no.
—Vas a tener que contárselo.
—Sí, pero… no hoy.
Spoiler: sí fue ese mismo día.
Matías llegó del trabajo tarde, con su habitual olor a madera y café.
Tenía esa sonrisa que le sale cuando algo le salió bien, y por un momento pensé en no decirle nada.
Pero lo conozco.
Si se lo ocultaba, lo tomaría peor.
—¿Puedo contarte algo? —pregunté mientras servía la cena.
—Claro —respondió, sentándose frente a mí—. ¿Qué pasó?
Tragué saliva.
—Hoy me ofrecieron un ascenso.
—¿En serio? —sus ojos brillaron—. ¡Amara, eso es increíble!
Ahí debí quedarme callada.
Ahí debí dejarlo en esa frase.
Pero no, la honestidad me ganó.
—Es en la otra ciudad —dije, bajando la voz.
El brillo en sus ojos se apagó como una vela mal protegida del viento.
Matías dejó los cubiertos en la mesa.
—¿La misma donde yo iba a trabajar?
—Sí.
—Y tú… ¿lo estás considerando?
—No.
—¿Por qué no?
Respiré hondo.
—Porque no quiero volver ahí. No quiero ver las mismas calles, ni pasar frente a los mismos cafés, ni…
—Ni ver a Javier —interrumpió, sin mirarme.
Me quedé helada.
—¿Qué?
—Eso —repitió, levantando la vista—. No quieres volver porque él está allá.
—No —dije—. No tiene nada que ver con él.
—¿Ah, no? —su voz subió medio tono—. Entonces explícame por qué cada vez que se menciona esa ciudad, se te pone esa cara.
La conversación empezó a escalar sin que ninguno quisiera.
—Matías, eso fue hace años.
—Pero todavía te importa.
—¡No me importa! —grité.
—Entonces demuéstralo. Acepta el trabajo.
El aire se tensó.
Sentí cómo la rabia subía por dentro, no hacia él, sino hacia mí misma por entender de dónde venía su dolor.
Porque tenía razón en algo: yo no había cerrado del todo esa puerta.
Y él lo sabía.
—¿Sabes qué, Matías? —dije finalmente, cansada—. No necesito demostrarte nada.
—Yo tampoco —respondió, poniéndose de pie—. Pero al menos sé reconocer cuándo alguien sigue viviendo con fantasmas.
Se fue al dormitorio, dejando el plato a medio comer.
Yo me quedé sentada frente a la mesa, escuchando cómo el silencio se estiraba entre nosotros como una cuerda a punto de romperse.
Garfield saltó sobre la silla vacía de Matías, se acurrucó y me miró con sus ojos de juez silencioso.
—No empieces tú también —le dije.