Corazón de Veleta

74.-Vecino

No sé si fue una señal divina o un mal chiste del universo, pero justo el día en que no quería pensar más en traslados, ascensos ni ciudades con nombres que me traen urticaria emocional, Matías entró al departamento con esa cara de “no vas a creer esto”.

Yo estaba en el sofá, con Garfield aplastado a mi lado como un cojín peludo de diez kilos que respiraba y roncaba con la elegancia de un fumador empedernido.

—Amara —dijo Matías apenas cerró la puerta—, tenemos que hablar.

Si existiera un ranking de frases que arruinan la paz doméstica, “tenemos que hablar” estaría en el primer lugar, justo encima de “se acabó el café” y “tu madre llamó”.

—¿Otra vez? —pregunté, sin levantar la vista del teléfono—. Porque si es por la ropa que dejé en el sillón, juro que iba a guardarla… mañana.

Matías sonrió con ese aire de hombre que se prepara para una emboscada emocional.

Dejó su maletín en la mesa, se quitó la chaqueta, y antes de decir nada, Garfield se desperezó, lo miró como si evaluara su estado anímico y luego se dio vuelta mostrando la parte más indiferente de su anatomía.

—Me volvieron a llamar en la empresa —dijo Matías al fin—. La misma oferta. Pero ahora… con más beneficios.

Levanté la vista.

—¿Beneficios tipo gimnasio y café gratis o tipo “vente con tu novia, tu gato y tu miedo al fracaso”?

—Tipo “doble sueldo y casa pagada en un año”.

El silencio que siguió fue tan espeso que Garfield se bajó del sofá, caminó hacia su plato y comenzó a comer, como si supiera que la conversación iba para largo.

—Qué lindo —respondí al fin—. La ciudad maldita se puso generosa.

Matías se rió, pero nervioso.

—Y tú… ¿cómo estuvo tu día?

—Curiosamente, me llamaron también —dije, intentando sonar casual mientras me levantaba a servir vino—. Ya sabes, lo típico: “hola Amara, ¿te gustaría dirigir la creatividad regional desde la misma ciudad de los traumas no resueltos?”

Matías levantó una ceja.

—¿Te están ofreciendo lo mismo otra vez?

—Lo mismo, pero con más ceros. Parece que se pusieron de acuerdo para torturarme.

Nos quedamos mirándonos, dos adultos en sus treintas, con carreras, gato y ansiedad compartida, intentando no reírnos de lo absurdo.

—¿Y qué hiciste? —preguntó él.

—Nada. Te estaba esperando para gritar juntos.

Garfield maulló en ese momento, como si aprobara la idea del grito conjunto. Luego volvió a su plato, que ya estaba vacío.

—¿Le diste de comer otra vez? —preguntó Matías, arqueando una ceja.

—Sí. Tenía hambre emocional. Como yo.

Matías soltó una carcajada. Esa clase de risa que le sale desde el estómago y que siempre me desarma un poco.

Y entonces, sin que ninguno lo dijera en voz alta, supe que íbamos a terminar aceptando. No porque quisiéramos, sino porque el universo tiene un sentido del humor cruel y nosotros una tendencia patológica a complicarnos la vida.

Una hora después estábamos sentados en la alfombra, con Garfield en medio, mirando el techo como si allí estuvieran escritas las respuestas.

Yo tenía una copa de vino; Matías, una cerveza. Garfield tenía cara de querer ambas cosas.

—A ver si entiendo —dijo Matías, señalándome con el cuello de la botella—. Te ofrecen un ascenso brutal, en la ciudad que odias, y yo… un puesto soñado en la misma ciudad.

—Ajá. Y tenemos un gato obeso que odia los viajes.

—Garfield no odia los viajes, odia moverse.

—Peor —respondí—. Nos odiará a nosotros también.

Matías suspiró.

—Podríamos verlo como una oportunidad.

—Podríamos verlo como un castigo.

—O como el universo diciéndonos que ya superamos el pasado.

—¿El universo o tu madre? Porque ella también vive allá y siempre quiso nietos.

Él se echó a reír, rendido.

—No mezcles a mi madre en esto.

—Ella ya está mezclada. Seguro está detrás del plan.

Matías se acercó, me abrazó desde atrás y apoyó su mentón en mi hombro.

—¿Sabes? Pensé que iba a ser más difícil decírtelo.

—Y lo fue. Pero mira, seguimos vivos.

Garfield saltó al regazo de Matías como un juez imparcial que dicta sentencia con sus diez kilos de autoridad felina.

El pobre apenas cabía, pero igual lo hizo.

—Creo que Garfield vota quedarse —dije—. Míralo, ya está en modo “sofá y rutina”.

—O tal vez solo quiere aplastarme.

—También es posible.

Nos reímos otra vez.

Ese tipo de risa que aparece justo cuando la vida se pone demasiado seria.

Más tarde, mientras doblaba ropa para fingir control sobre mi existencia, lo escuché desde la cocina:

—Amara, ¿y si lo intentamos?

—¿Intentar qué? —pregunté, sabiendo perfectamente a qué se refería.

—Mudarnos. Juntos. Sin miedo.

—¿Con Garfield incluido?

—Obvio. No pienso dejarlo, aunque tenga que pagarle pasaje en avión.

—Si lo pesan, le cobran como equipaje extra —le grité.

Él apareció en la puerta con una sonrisa cansada.

—Te das cuenta de que ya estamos hablando en futuro, ¿no?

Lo miré un segundo.

Y sí. Me di cuenta.

El miedo que había sentido las últimas semanas, ese nudo constante entre el estómago y el pecho, se deshizo un poco.

No desapareció, claro, pero se volvió manejable.

Como cuando sabes que te vas a meter en problemas, pero igual lo haces porque amas al cómplice que tienes al lado.

—Matías —dije—, prométeme una cosa.

—Lo que quieras.

—Si terminamos odiando esa ciudad, me compras un gato nuevo y nos mudamos de vuelta.

—¿Otro Garfield?

—No. A Garfield me lo llevo igual. Pero quiero el derecho de reclamar otro más.

—Trato hecho.

Nos dimos la mano como si firmáramos un contrato. Garfield, desde el sofá, bostezó sonoramente.

—Creo que aprueba la cláusula —dijo Matías.

—Él aprueba todo mientras haya comida.

Nos miramos.

Y esa fue la confirmación silenciosa: íbamos a hacerlo.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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