Mudarse otra vez.
Otra vez cajas, otra vez cinta adhesiva pegándose en mis dedos, otra vez mi vida envuelta en papel burbuja.
Si algo he aprendido en los últimos años es que empacar es más una cuestión emocional que logística. La cinta adhesiva pega más en las culpas que en las cajas. Y claro, esta vez no me mudo sola: me mudo con Matías y con Garfield, el gato de diez kilos que considera que el mundo —y todo lo que contiene— es de su propiedad felina.
Garfield está en el sofá, mirándonos como si contratara obreros para su mudanza personal. Matías intenta meter una cafetera profesional en una caja, con esa paciencia militar que solo él tiene.
Yo lo miro desde el marco de la puerta, con los brazos cruzados y la sensación de que estamos empacando también la calma que habíamos logrado.
—No entra —dice él, encajando el cable como si eso ayudara.
—No tiene que entrar. Esa cafetera es un miembro de la familia. Debería tener asiento propio en el auto.
—Ya tenemos uno de esos —dice Matías, señalando a Garfield, que ronronea en un tono que se parece sospechosamente a una carcajada.
El camión de mudanzas ya se llevó los muebles. En el departamento solo quedan nosotros, el gato, la cafetera, y ese eco incómodo de los lugares vacíos que fueron felices.
Cuando cierro la puerta, el ruido metálico me deja un nudo en la garganta. Matías me mira como si entendiera sin que yo diga nada. No lo digo, pero en mi cabeza suena: otra vez la ciudad maldita.
…
El viaje dura tres horas, según el mapa. Cuatro, según mi ansiedad.
Garfield va en el asiento trasero, mirando por la ventana con la expresión de quien planea una demanda por secuestro. Tiene un arnés de seguridad que Matías insistió en comprar porque “las normas de tránsito también aplican a los felinos”. Yo estoy convencida de que si Garfield pudiera hablar, estaría citando a su abogado.
—No me mires así —le digo, volviéndome hacia atrás.
—¿Así cómo? —pregunta Matías.
—Con esa cara de me mudaron sin mi consentimiento.
—Es un gato, Amara.
—Es Garfield. No es lo mismo.
Garfield maúlla. Matías suelta una carcajada.
—¿Ves? me está dando la razón —digo yo.
—No. Está reclamando que apagué el aire acondicionado.
Nos reímos. El tipo de risa que suena más a defensa que a diversión.
Me recuesto contra el asiento y dejo que el paisaje cambie. Afuera, las montañas se doblan como sábanas mal estiradas. La carretera serpentea con esa calma cruel que tienen los caminos que llevan al pasado.
—¿Estás bien? —pregunta Matías, sin mirarme.
—Sí. Solo estoy pensando.
—Eso suena peligroso.
Suelto una risa corta.
—Estoy pensando en cómo esta ciudad me persigue. Como un ex tóxico con GPS.
Matías sonríe, y el reflejo del sol le dibuja una media luna en el rostro.
—No es la ciudad la que te persigue, Amara. Eres tú la que no deja de mirar hacia atrás.
No le contesto. No porque no tenga respuesta, sino porque su frase me da justo en ese punto en el pecho que evita las palabras. Me concentro en el camino, en el sonido de las ruedas, en Garfield que bosteza y se da vuelta como si el drama humano le aburriera.
A mitad de camino, paramos en una estación de servicio. Matías va por café; yo estiro las piernas y dejo que Garfield olfatee el aire, con el arnés puesto, como un perro con complejo de león.
Un grupo de niños se le acerca, fascinados.
—Mira, mamá, ¡un gato gigante!
Garfield los ignora con dignidad imperial.
—Yo debería tomar nota —le digo en voz baja—. Así se hace para no dejar que los humanos te afecten.
Matías vuelve con dos vasos de café y una galleta gigante.
—Te traje combustible emocional —dice, ofreciéndome la galleta.
—¿Chocolate?
—Por supuesto. Soy un hombre responsable.
Le doy un mordisco y me río.
—¿Sabes que es lo más loco de todo esto?
—Que Garfield probablemente tenga más ropa que yo.
—Eso también. Pero lo loco es que… tengo miedo de que todo esté bien.
Matías se queda quieto. El ruido de los autos, el viento, el maullido perezoso de Garfield, todo se detiene un segundo.
—¿Miedo? —pregunta.
—Sí. Antes, si algo iba bien, era porque venía una catástrofe después. Estoy desentrenada para la estabilidad.
Él sonríe despacio, se acerca y me pasa una mano por la mejilla.
—Entonces te ayudaré a acostumbrarte.
Garfield tose como si se atragantara de cursilería. Matías y yo estallamos en risa.
Volvemos al auto. Faltan menos de cuarenta minutos para llegar. Yo sigo comiendo mi galleta, Garfield duerme, Matías conduce con esa tranquilidad que me desespera y me calma al mismo tiempo.
—¿Has pensado en cómo va a ser todo allá? —pregunta él, sin apartar la vista de la carretera.
—Sí. Lo pienso todo el tiempo.
—¿Y?
—Y tengo un plan de supervivencia: sarcasmo, café y fingir que no tengo miedo.
Matías asiente.
—Funciona.
—Lo sé. Es mi especialidad.
Pasamos el cartel que anuncia la entrada a la ciudad. “Bienvenidos”. Me dan ganas de bajarme y pintarle un “otra vez tú”. Garfield abre un ojo, mira el paisaje urbano y maúlla como si dijera otra vez este basurero humano.
—No empieces —le digo.
—¿A quién?
—A los dos.
…
Llegamos al nuevo departamento justo cuando cae la tarde. Es más grande que el anterior, con vista al río y un balcón donde Garfield ya reclama territorio. El camión de mudanza llega poco después, y los tipos bajan las cajas mientras Matías organiza mentalmente cada espacio, como si fuera un tablero de ajedrez.
Yo me siento en el suelo, agotada, mirando cómo el sol entra por la ventana y tiñe las paredes de naranja. Garfield se sube a una caja y se queda ahí, observando todo con aire de supervisor.
—No está tan mal —digo, más para mí que para Matías.
—Te lo dije.