Han pasado dos meses desde que nos mudamos de vuelta a la ciudad maldita. Sí, la misma de la que huí como si tuviera el mismísimo demonio pisándome los talones. Y, lo peor, es que no ha estado tan mal. De hecho… me atrevería a decir que me gusta.
Matías y yo nos adaptamos mejor de lo que imaginé.
Nuestro departamento —un tercero con vista a los árboles y suficiente espacio para que Garfield reinara con su panza de diez kilos— se siente más como hogar que cualquier otro sitio donde haya vivido.
Hay luz natural, una cafetera italiana que Matías adora más que a mí (lo sé, no lo niega), y un sofá que sobrevivió a tres mudanzas y ahora tiene las marcas de las garras de Garfield, que decidió que ese era su “territorio sagrado”.
En el trabajo las cosas también van bien. No sólo bien: brillantes. Me ofrecieron ser jefa creativa regional, y aunque al principio dije que no —en un arranque de orgullo absurdo y trauma geográfico—, terminé aceptando después de ver que podía armar mi equipo como quisiera.
Así que pedí oficialmente el traslado de Diana. La pobre no sabía si reír o llorar cuando le conté. “¿Otra vez contigo?”, me dijo entre risas. “Voy a tener que poner tu nombre en mis impuestos”.
Y desde que llegó, todo fluyó.
No he vuelto a cruzarme con Javier, lo cual agradezco al universo, al karma y a la Virgen de la Serenidad Mental.
Matías, por su parte, ha estado más pendiente de mí que nunca. Le da por observarme con esa mezcla de ternura y desconfianza, como si temiera que en cualquier momento me derrumbara o saliera corriendo. Pero no. Esta vez, me siento en paz.
O casi.
Porque se acerca nuestro segundo aniversario y, entre el trabajo, las cajas que aún no terminamos de desempacar, y Garfield con sus dramas existenciales —que incluyen mirar el vacío y maullar con tono trágico—, hay algo que me da vueltas en la cabeza.
No me ha pedido matrimonio.
No es que yo viva soñando con un vestido blanco y una ceremonia digna de Pinterest (bueno, tal vez un poco). Pero después de casi dos años, compartiendo cepillo de dientes, cuentas, cama y gato… empieza a parecer curioso.
Así que cuando una tarde de viernes, mientras revisamos la lista de lugares para cenar en nuestro aniversario, me sale la broma, ni siquiera pienso demasiado antes de soltarla:
—¿Y tú por qué no me has pedido casarte conmigo todavía?
Matías levanta la vista del celular y me mira como si acabara de preguntarle si quería adoptar un dragón.
—¿Eso es lo que quieres? —dice con esa calma suya que puede ser tanto adorable como peligrosa.
—Lo que quiero —respondo, ladeando la cabeza— es entender cómo funcionas. Porque ya van dos aniversarios, dos mudanzas y un gato obeso que nos ve como sus súbditos, y todavía no hay anillo.
Matías sonríe apenas, con esa media sonrisa que me desarma y me irrita al mismo tiempo.
—Tal vez deberías pedírmelo tú.
—Ah, claro —me burlo—. Me toca hacer el trabajo pesado otra vez. ¿Quieres que te compre las flores también?
—Sería un buen detalle —dice, sin inmutarse, y se levanta del sofá con una naturalidad irritante.
—Voy a pasar a comprar los anillos, entonces —respondo, cruzándome de brazos, fingiendo indignación.
—Perfecto. Pero antes, ¿quieres un café? —me pregunta desde la cocina, ya encendiendo el molinillo.
Suspiro. Siempre lo mismo: tensión, broma, café. La ecuación perfecta de nuestra vida doméstica.
—Dale —respondo, acomodándome en el sofá y espantando a Garfield, que se ha instalado justo donde quiero sentarme—. Pero quiero de ese que preparas tú, con cariño y sin sermones sobre la molienda ideal.
—Prometo no sermonearte… mucho —dice, riendo, y abre el mueble donde guardamos los frascos de granos.
Me gusta verlo así, moviéndose en la cocina. Esa mezcla de concentración y torpeza elegante. Siempre con la camisa arremangada, el cabello despeinado, la mirada fija en los detalles. Y pienso —mientras lo observo— que, tal vez, no necesito un anillo para saber que es él.
Hasta que me dice:
—¿Me alcanzas el frasco con el grano? El que está en la repisa de arriba.
—¿Y tú no puedes estirarte un poco? —respondo desde el sofá, con voz de diva cansada.
—Podría, pero me gusta verte trabajar.
Pongo los ojos en blanco, me levanto, esquivo a Garfield que intenta enredarse en mis pies, y tomo el frasco. Está un poco más pesado de lo normal, pero no le doy importancia.
—Aquí tienes.
—¿Podrías abrirlo, por favor? —dice, como si yo fuera su asistente barista.
—¿Perdón? Me ofreciste café, no trabajo voluntario.
—Vamos, sólo la tapa —replica, sonriendo.
Refunfuño algo sobre “hombres que manipulan sutilmente”, pero lo hago igual. Tuerzo la tapa del frasco, y en cuanto la abro… me detengo.
Entre los granos oscuros, perfectamente distribuidos, hay una pequeña bolsita transparente. Dentro, una cajita de terciopelo azul.
Mi cerebro tarda unos segundos en procesar lo que estoy viendo.
—¿Es esto lo que creo que es? —pregunto, sosteniendo el frasco en el aire, con el corazón latiendo tan fuerte que hasta Garfield levanta una oreja.
Matías se apoya en el mesón, los brazos cruzados, y sonríe.
—Depende. ¿Qué crees que es?
—Una trampa —respondo, entre incrédula y nerviosa—. Una cruel, brillantemente planeada trampa.
—Podría ser —dice con un guiño—. O podría ser que, si me lo pides bonito, me case contigo.
Por un momento, el mundo se detiene. No hay ruido, ni tráfico, ni olor a café. Sólo nosotros.
El frasco aún en mis manos, Garfield subido a la encimera (como siempre, ignorando las normas), y la sonrisa de Matías que parece contener todos los años que me faltan por vivir.
—¿Así que eso era? —susurro, abriendo la cajita. Dentro, un anillo sencillo, con una piedra diminuta que brilla apenas. No ostentoso, pero perfecto. Totalmente Matías.
—¿Esperabas algo más grande? —bromea, pero su voz suena más suave de lo habitual.