Corazón de Veleta

77.-Vecino

Una semana después de mi “propuesta” —entre comillas, porque todavía no supero que técnicamente fui yo la que pidió matrimonio—, el calendario marcó nuestro segundo aniversario.

Dos años. Doscientos cafés compartidos, al menos cien discusiones sobre quién alimentó al gato, y un sinfín de mañanas en las que Matías me miró como si no pudiera creer que seguía allí.

Para celebrarlo, decidimos hacer una cena íntima. Íntima en el sentido de “sólo los valientes”: los padres de Matías y Diana. Porque si algo aprendí en estos años, es que las cenas familiares no necesitan enemigos, sólo una buena mezcla de vino, amor y sarcasmo.

La idea fue de él, claro.

—Podríamos aprovechar el aniversario para contarles —me dijo, revolviendo su eterno café mientras Garfield dormía sobre la encimera (donde no debía).

—¿Contarles qué? —pregunté distraída, pensando que se refería a alguna anécdota de trabajo.

—Lo de nuestro compromiso, Amara.

—Ah, eso —dije, como si no fuera nada. Pero mi estómago dio un vuelco. Decirlo en voz alta frente a sus padres lo hacía real. Como si hasta ese momento el anillo en mi dedo fuera una broma privada, una historia que sólo nosotros conocíamos.

—Sí, eso —repitió Matías, con esa media sonrisa suya—. Y ya invité a mis padres.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Y cuándo pensabas avisarme?

—Ahora —dijo, encogiéndose de hombros.

Garfield abrió un ojo en mi dirección, como si disfrutara mi indignación.

—Perfecto —respondí, fingiendo serenidad—. Cenar con tus padres. No hay nada que pueda salir mal.

Y, sorprendentemente, nada salió mal… hasta que Diana confirmó su asistencia.

El viernes por la noche, el departamento olía a tomillo, pan caliente y caos. La mesa estaba puesta con un mantel beige (porque, según Matías, el blanco “estresaba visualmente”), velas pequeñas, y flores que él había traído del mercado.

Garfield, indignado por no ser el centro de atención, observaba desde su trono en el sofá, su panza colgando como bandera de pereza.

Yo estaba en la cocina, dándole los toques finales a una salsa que no necesitaba más nada, cuando escuché a Matías hablar con su madre.

—Sí, mamá, ella ahora cocina. Bastante bien, de hecho.

—¿Y tú? ¿Ayudas? —preguntó la voz de su madre, tan dulce como punzante.

—Por supuesto. Yo pruebo.

Puse los ojos en blanco desde la cocina.

—Y si sigues hablando así, no pruebas nada —le grité.

Risas. El tipo de risas que sólo las familias seguras de sí mismas pueden compartir.

Diana llegó poco después, con una botella de vino en una mano y una bolsa de regalos en la otra.

—¡Mujer comprometida! —gritó apenas cruzó la puerta, y me abrazó con tanta fuerza que casi se me cayó la cuchara.

—Baja la voz, todavía no se los decimos.

—Ay, por favor, si tienes cara de recién propuesta. Brillas.

—Eso debe ser el vapor de la olla.

—Claro, claro. —Diana dejó el vino sobre la mesa y me guiñó un ojo—. Igual pienso contárselo yo si te da vergüenza.

—Ni se te ocurra —susurré amenazante.

Garfield se acercó, olfateando la bolsa de regalos, y Diana se agachó a acariciarlo.

—Hola, señor Garfield. ¿Sabías que tus padres se casan? —le dijo en tono cómplice.

—Diana…

—¿Qué? Él merece estar al tanto.

Los padres de Matías llegaron puntuales. Ella, con un ramo de flores; él, con una botella de vino que parecía carísima. La madre, elegante, con un aire dulce; el padre, más reservado pero con esa mirada cálida que me recordaba a Matías cuando no hablaba.

Yo respiré hondo, ajusté el vestido y salí a recibirlos.

—¡Cariño! Estás aún más hermosa que la última vez que nos vimos—dijo su madre, abrazándome como si me hubiera parido.

—Es hermosísima, pero no le pregunten por sus cremas —bromeó Matías, apareciendo con una sonrisa.

—¿Eso significa que hoy no hay que interrogarla? —preguntó su padre.

—Depende —dije—. ¿Interrogar sobre qué? Porque si es sobre recetas, apruebo; si es sobre el futuro, huyo.

Rieron. Y el ambiente se relajó.

Durante la cena, todo fluyó con sorprendente naturalidad. El vino ayudó. También el pan recién hecho y los chistes de Diana, que intercalaba historias del trabajo con anécdotas embarazosas mías.

—Y entonces —decía, gesticulando—, Amara miró al cliente y le dijo: “No es que no entienda su idea, es que es fea”.

—¡Diana! —protesté, riendo y avergonzada.

—Fue brillante, querida —dijo la madre de Matías—. A veces hay que decir las cosas como son.

Garfield, mientras tanto, se paseaba entre las piernas de los comensales, olfateando platos y recibiendo migajas de pan que el padre de Matías le ofrecía disimuladamente.

Después del postre —una tarta que quedó más bonita que buena—, Matías me miró con esa complicidad silenciosa. La señal. Era momento de decirlo.

Me aclaré la garganta.

—Hay algo que queremos contarles —empecé, con una sonrisa nerviosa.

Los ojos de su madre se iluminaron instantáneamente.

—¿Un nieto?

—¡No! —grité tan rápido que todos rieron.

—No todavía —añadió Matías, divertido.

—Por favor —dijo Diana—, déjenme hacer el anuncio.

—¡Ni lo sueñes! —protesté.

—Está bien, está bien. Pero al menos quiero documentar el momento. —Sacó su teléfono y apuntó la cámara hacia nosotros.

Matías tomó mi mano.

—Nos vamos a casar —dijo simplemente.

Por un instante, sólo hubo silencio. Luego, aplausos. Literalmente.

Su madre se llevó las manos a la boca, emocionada. Su padre sonrió con discreción, pero con ojos húmedos. Diana gritó “¡Por fin!” y casi derrama el vino.

—Ay, mi amor, ¡qué alegría! —exclamó su madre, abrazándome—. Sabía que eras tú desde que Matías me habló de ti.

—Eso fue hace mucho —dijo él, fingiendo modestia.

—Exacto —respondió su madre—, y desde entonces no ha dejado de mencionarte.

Me derretí un poco.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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