Corazón de Veleta

79.-Marido

Despierto con un ronroneo. No uno tierno, de esos que parecen caricias; no. Este suena como si un motor de barco se hubiera instalado sobre mi pecho.

Abro un ojo. Garfield me observa desde arriba, con sus diez kilos de puro juicio felino y su mirada naranja diciendo: “Te casas hoy, humana. No la arruines”.

Intento moverme, pero me tiene aprisionada con una pata sobre el cuello.

—Garfield, si me asfixio antes de decir “sí, acepto”, te voy a dejar en herencia a Pietro —gruño.

Él bosteza y se acomoda mejor. Por supuesto. El gato más grande del planeta tiene cero respeto por los eventos humanos.

Desde la cocina escucho un estruendo: una bandeja cayendo, un “¡Madonna mía!” seguido de algo que suena a llanto teatral.

Pietro. Obvio.

—¡Amara, tesoro, tu café se quema! ¡Y el croissant se suicidó en la tostadora! ¡Es un desastre mediterráneo!

Me siento, con Garfield deslizándose de mala gana hacia mis piernas, y pienso que ni en mi propia boda iba a poder tener un minuto de paz.

Me miro al espejo del tocador. Tengo el pelo enredado como si hubiera peleado con un huracán y perdido.

Diana entra sin golpear, como siempre, con una taza en la mano y esa expresión de quien disfruta del caos ajeno.

—¿Dormiste algo?

—Depende —respondo, frotándome los ojos—. ¿Se considera dormir cuando tienes un gato encima y un italiano gritando desde las seis de la mañana?

—Para tí, sí. —Me tiende la taza—. Té. Con miel. Pietro amenazó con colar café y hacer un “espresso simbólico para purificar el alma del amor”. Lo detuve a tiempo.

Diana se sienta a mi lado y me observa.

—¿Lista para convertirte oficialmente en la señora de Matías Rivas “el hombre perfecto que cocina, plancha y te soporta las crisis existenciales”?

—Si lo dices así suena sospechosamente bien.

—Por eso. Estoy esperando el giro trágico.

Antes de que pueda responder, Pietro aparece en el marco de la puerta, con una bata de lino blanco y una cinta métrica colgando del cuello.

—¡No puedo creer que la novia esté sin peinar! ¡Y son las ocho! ¡Ocho! En el horario emocional del amor, eso es tarde, tesoro, tarde.

Diana rueda los ojos.

—Tranquilo, Fellini. Todavía no se escapa con otro.

Mamma mia, no me provoques, mujer de las uñas rojas —le lanza Pietro, señalándola con el cepillo de maquillaje—. Tú eres la dama de honor, no la abogada del diablo.

Y así empieza mi día de boda: con Pietro dramatizando, Garfield exigiendo su desayuno, y Diana riéndose a carcajadas mientras me intenta poner rulos.

El lago está a veinte minutos de la ciudad.

El cielo, milagrosamente, decidió colaborar: azul, despejado, con esa brisa que levanta apenas el perfume de los árboles.

Subimos al auto: yo, Diana, la mamá de Matías (que ya me trata como hija adoptiva desde hace un año) y Pietro, que sostiene un ramo como si fuera dinamita.

—Si una sola flor se mueve, juro que me lanzo al lago —dice Pietro, abrazando el ramo—. Estas peonías son frágiles, como mi estabilidad emocional.

La mamá de Matías sonríe.

—Pietro, tranquilo. Todo está perfecto.

—¡Nada está perfecto hasta que yo digo que está perfecto! —responde, indignado, y se lanza a dar órdenes al aire como si el universo lo escuchara.

Yo intento no reírme, porque me tiemblan las manos. No sé si por nervios, emoción o miedo a que Pietro me eche del auto.

Diana me toca el hombro.

—Respira, Amara. No te estás casando con el destino, solo con Matías.

—Lo cual es, básicamente, lo mismo —respondo, y ella se ríe.

Cuando llegamos al lago, casi lloro.

Pietro superó todas mis expectativas (y eso que eran altas).

El lugar es un sueño: luces pequeñas colgando entre los árboles, una alfombra de pétalos que lleva hasta un arco cubierto de flores blancas y azules, y al fondo el reflejo del agua, brillando como si alguien la hubiera pulido.

—Ok —digo—, ahora entiendo por qué el presupuesto se duplicó.

Pietro me lanza una mirada herida.

—No se duplicó, amore, se elevó a la altura del sentimiento.

Diana casi se ahoga de la risa.

—Eso deberías ponerlo en tus tarjetas de presentación.

Mientras me maquillan y me visten, escucho risas y conversaciones alrededor.

La mamá de Matías se acerca, acaricia mi hombro y susurra:

—Estás preciosa, querida. Matías se va a desmayar.

—Si lo hace, no lo despierten —bromeo—. Así puedo decir que aceptó dormido y técnicamente no puede retractarse.

Garfield, por su parte, se pasea entre las piernas de todos, como el verdadero anfitrión del evento. Lleva un moño azul marino que Pietro insistió en ponerle.

—Mira ese gato —dice Diana, señalándolo—. Tiene más presencia que todos nosotros juntos.

—Porque sabe que es la reencarnación de un emperador romano —respondo.

Pietro se inclina hacia el gato y le susurra:

—Si vomitas en mi mantel de lino, te conviertes en alfombra.

Cuando llega el momento de la ceremonia, me tiembla todo el cuerpo.

No por miedo, al menos no del tipo que paraliza, sino por esa emoción absurda de pensar: esto está pasando.

Matías me espera frente al lago, con traje azul oscuro y una sonrisa que podría derretir el hielo de los polos.

Camino hacia él con Diana al lado, Pietro llorando detrás de un árbol (“Es el amor, el amor, no puedo con tanto amor”) y Garfield bostezando a los pies del arco floral.

—Estás hermosa —dice Matías cuando llego.

—Y tú estás muy tranquilo para alguien que va a firmar un contrato sin cláusula de escape.

Él se ríe, toma mis manos y me mira con esa calma suya que siempre logra bajarme las revoluciones.

El juez empieza a hablar, pero apenas lo escucho. Solo tengo presente la sensación de su pulgar rozando el dorso de mi mano, el sonido del agua detrás, el olor a flores y a vino blanco.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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