Nunca pensé que una propuesta de matrimonio pudiera empezar con una taza de café.
Pero, si lo pienso bien, nada entre Amara y yo empezó de forma lógica.
Así que tenía sentido que mi momento épico dependiera de un frasco con granos de arábica y su eterna impaciencia.
Esa mañana ella estaba en pijama, con el pelo revuelto y una camiseta que decía Monday can go to hell. Se quejaba porque yo no le había propuesto matrimonio y más encima le había pedido el frasco de café para que lo abriera.
—Yo pedí cafeína, no trabajo manual —dijo con esa voz de medio gruñido que usa cuando todavía no es persona.
Yo me reí. Le pedí que igual lo abriera, porque mis manos estaban ocupadas “moliendo la esperanza de un futuro brillante”.
Rodó los ojos, lo abrió con un suspiro y, cuando vio la cajita escondida entre los granos, se quedó en silencio.
Ese fue el momento más largo de mi vida.
—¿Es esto lo que creo que es? —preguntó, mirándome con una mezcla de susto y sonrisa.
Yo respiré hondo.
—Si me lo pides bonito —le dije—, me caso contigo.
Y ahí se rió. Esa risa suya que tiene el poder de desarmar todo.
La que parece decir: no entiendo nada, pero igual te quiero.
Lloró un poco, me abrazó con olor a café recién molido.
Aunque después me confesó que por dentro pensaba “otro loco más, pero este huele bien”.
…
Una semana después, en nuestro segundo aniversario, hicimos una cena pequeña en el departamento para informar de nuestro compromiso.
Invitamos a mis padres y a Diana, que llegó con una botella de vino y la firme intención de burlarse de Amara.
—Brindo porque mi mejor amiga por fin atrapó a un hombre decente —dijo—. Y porque alguien tuvo el valor de decirle que sí antes de que se lo pidiera el gato.
Mis padres se rieron con elegancia.
Amara le lanzó una servilleta a Diana.
Y yo me limité a observarlas, pensando que en esa mesa estaba todo lo que importaba.
Cuando conté cómo fue la propuesta, todos estallaron en carcajadas.
Amara me acusó de tener el anillo guardado un año entero.
—¿Qué esperabas, que te lo diera entre los postres? —le dije.
—Sí, o al menos entre dos cafés —respondió.
Era tan ella.
Capaz de reírse de todo, incluso del momento que definía su vida.
Por eso, cuando mi madre la abrazó y le dijo “bienvenida a la familia”, supe que ese sí tenía peso.
…
La planificación de la boda fue una experiencia cercana al infierno con destellos de comedia.
Ahí entró Pietro, el wedding planner más excéntrico del hemisferio.
Llegó recomendado por una amiga de mi madre, y desde el primer minuto supe que iba a ser un problema.
Tenía el acento italiano más teatral que he escuchado en mi vida y una energía que podía iluminar una ciudad entera.
—Matías, amore mío, tú tienes que confiar en mí —dijo el primer día—. Esto no será solo una boda, será una experiencia emocional multisensorial.
Yo parpadeé.
Amara aplaudió.
Y, sin que pudiera evitarlo, Pietro tomó el control absoluto de nuestras vidas.
Durante semanas, mi casa fue una pasarela de telas, catálogos de flores y pruebas de luces.
Diana y Pietro se declararon enemigos naturales.
—No confío en alguien que usa brillantina a las diez de la mañana —decía Diana.
—Y yo no confío en quien combina sarcasmo con frizz —respondía Pietro.
Mientras ellos discutían sobre servilletas y centros de mesa, Amara me miraba con esa sonrisa traviesa que dice no te atrevas a detener esto.
Así que no lo hice.
…
Había algo hermoso en el caos.
La veía estresada, desvelada, con el teléfono pegado al oído, hablando con Pietro sobre tonos de blanco que yo juraría que eran el mismo blanco.
Y aun así, seguía siendo la mujer más brillante del cuarto.
Yo me limitaba a preparar café, abrazarla cuando se frustraba y recordarle que, al final, todo lo que importaba era que dijéramos sí.
A veces la encontraba en el sillón, con Garfield dormido sobre sus piernas, viendo tutoriales de peinados que jamás se haría.
—Diana dice que el recogido italiano me haría ver sofisticada —me decía.
—Sí, si fueras italiana y sofisticada. Pero tú eres latina y un poco desordenada —le respondía.
—Perfecto. Entonces iré con trenzas.
…
El día del ensayo en el lago fue surrealista.
El sol bajaba lento y el agua reflejaba los tonos anaranjados del cielo.
Pietro corría gritando que “la luz es un milagro y no se repite”.
Diana lo ignoraba mientras comía un emparedado.
Y Amara se reía, descalza, probando el terreno donde caminaría el día siguiente.
—¿Sabes qué es lo mejor? —me dijo, mientras sostenía su vestido para no mojarlo.
—Que no te has caído todavía.
—No, tonto. Que todo esto, de alguna manera, me parece familiar.
—¿El caos?
—Sí. Y tú, en medio del caos.
…
La noche antes de la boda, dormí poco.
Pensaba en todo lo que habíamos vivido desde aquella noche en que nos conocimos:
La música a todo volumen.
Mi gato (bueno, ahora nuestro gato).
Los desayunos apurados.
Las discusiones que siempre terminaban en risas.
Y la certeza de que, aunque el mundo se cayera, ella seguiría siendo mi punto fijo.
Pietro me escribió un mensaje a las tres de la mañana: “Recuerda respirar, mi ingeniero del amor. Mañana es arte.”
Casi lo bloqueo.
…
El día de la boda fue perfecto.
No lo digo en tono poético: lo fue.
El lago parecía una pintura, el viento era suave, y el reflejo del sol se colaba entre las hojas como si alguien lo hubiera diseñado para nosotros.
Pietro lloraba desde antes de que empezara la ceremonia.
Diana tenía una copa en la mano y la mirada de quien sabe que algo va a salir mal pero igual disfruta el espectáculo.
Y entonces apareció ella.