Nunca imaginé que diez años después estaría aquí, rodeada de caos, risas y vómitos ajenos.
Diez años desde aquel shock inicial cuando supimos que Maximiliano venía en camino. Era el mayor, con nueve años de vida y un ego gigantesco que parecía rivalizar con su altura, fruto del “olvido” de mis pastillas en nuestra luna de miel. Sí, fue un accidente, un descuido que cambió nuestra vida para siempre.
Recuerdo como si fuera ayer ese día. Yo estaba sentada en el sofá, pálida, sosteniendo la prueba en mis manos, mientras Matías intentaba mantener la calma que ninguno de los dos tenía.
Él se veía como un dios griego desarmado, las cejas arqueadas, los ojos grandes y sorprendidos. Yo… bueno, yo estaba furiosa, confundida y tratando de no irme corriendo del departamento como si la noticia fuera una mala película de terror.
—Amara… —comenzó él, torpemente—. No es el fin del mundo…
—¿¡No es el fin del mundo!? —grité, recogiendo mi bolso como si fuera a escapar—. ¡Matías, esto es… esto es…! —No pude terminar la frase porque en ese momento los dos nos quedamos mirando la prueba y la vida que estaba creciendo en mí, y la única palabra que salió fue “¡¿qué?!”
El primer embarazo fue un caos absoluto. Los antojos eran imposibles: helado con pepinillos, pizza con mermelada, cereal con aceite de oliva. Matías los sufría en silencio, pero su cara de repulsión cada vez que intentaba cumplir uno de mis caprichos era un espectáculo digno de teatro.
Además, él tuvo que aguantar las náuseas y mareos que yo fingía no sentir —porque me consideraba invencible—, y cada vez que alguien nos preguntaba cómo estaba el embarazo, Matías terminaba verde mientras yo sonreía como si todo fuera parte de un plan divino.
Después llegó Clarissa, siete años atrás. Con ella aprendí que el segundo embarazo podía ser incluso más impredecible que el primero. Esta vez, Matías estaba preparado… o eso creíamos.
Entre mi obsesión por la seguridad y su torpeza natural, la casa se convirtió en un campo de batalla cómico. Cada comida, cada antojo, cada pequeño capricho de la dieta imposible era una comedia romántica en vivo.
—Matías… necesito galletas con helado de vainilla y salsa de tomate —ordené una noche—.
—¿¡Qué!? —casi se atraganta con su propia saliva—. ¡No puede ser!
—Sí, puede. Y tú las harás, querido.
Él suspiraba, arrastrando los pies hasta la cocina, mientras yo reía entre lágrimas y contracciones simuladas de hambre.
Y así, entre risas, mareos y caos culinario, pasamos los meses hasta que Clarissa decidió aparecer, trayendo consigo un olor a pañales y un ejército de juguetes que parecía multiplicarse por arte de magia.
Y luego vino Franco, hace cinco años. El pequeño huracán de la casa, con sus travesuras y su risa contagiosa.
Con él, Matías aprendió a sobrevivir en un hogar donde la lógica se detiene y la improvisación es la ley.
Yo lo observaba, y cada vez que él caía en el charco de locura doméstica, me reía a carcajadas mientras trataba de mantener la seriedad maternal.
Ahora, diez años después, la vida se siente como una obra teatral en la que los papeles cambian constantemente, pero los actores somos siempre los mismos.
Maximiliano, el mayor, con su orgullo y su curiosidad infinita; Clarissa, la del medio, con su inteligencia precoz y su sarcasmo impecable; Franco, el menor, que logra que cada minuto sea un torbellino de risas y exclamaciones; y nosotros, Matías y yo, sobrevivientes y enamorados, atrapados en esta danza caótica que llamamos familia.
El desayuno es un ritual de supervivencia.
Matías intenta organizarlo todo con precisión milimétrica, pero los niños rompen sus planes antes de que pueda completar siquiera la lista de compras.
Cada cucharada de cereal derramada es un recordatorio de que el control absoluto es imposible, y yo no puedo evitar reírme mientras le paso servilletas a Matías y observo cómo su mirada de “no puedo creer que esto esté pasando otra vez” se encuentra con la mía, cómplice y triunfante.
—¡Mamá, me comí los cereales de Maximiliano! —grita Clarissa.
—¡Franco, deja de perseguir al perro con la cuchara! —grito yo.
—¡Papáa! —grita Maximiliano, señalando con indignación—. ¡Ella me robó los cereales!
Y Matías… bueno, Matías solo suspira, sonríe y se resigna a recoger los restos de lo que alguna vez fue un desayuno perfecto, mientras yo me río de todo, sintiendo que no cambiaría ni un segundo de este caos.
Las noches son igualmente intensas.
Entre tareas, trabajo y algún intento de descanso, nos encontramos abrazando a los tres niños, leyendo historias, resolviendo peleas por juguetes y haciendo malabares con la logística familiar.
Y en medio de todo esto, Matías encuentra tiempo para hacerme sonreír, para recordarme que el amor no es perfecto, pero sí real, tangible y cálido.
A veces me sorprendo pensando en cómo llegamos aquí.
En el shock inicial, en los embarazos inesperados, en las náuseas y antojos imposibles, en los momentos de enojo y reconciliación, en las risas interminables.
Todo eso nos formó, nos fortaleció y nos llevó a este presente, donde tres niños corren por la casa, donde los pañales, los juguetes y los gritos son música de fondo, y donde Matías y yo nos encontramos cada día, recordándonos que el caos puede ser hermoso si lo compartes con la persona correcta.