Corazón de Veleta

Extra

La noche estaba diseñada para ser perfecta.

Había luces doradas colgando como luciérnagas domesticadas, copas reluciendo bajo el techo del salón, un cuarteto de cuerdas interpretando versiones suaves de canciones pop, y una torta de siete pisos con más perlas comestibles que una joyería barata.

El aniversario número veinticinco de Amara y Matías prometía ser una oda al amor duradero. Al menos, hasta que Diana decidió abrir la boca.

Diana, la mejor amiga de Amara desde los tiempos universitarios, la confidente, la testigo de boda y, según ella misma, “la responsable de haberle presentado al amor de su vida”, llevaba más vino que sangre en el cuerpo.

Era una mujer que se había arreglado con tanto esmero como mala intención: vestido verde esmeralda (demasiado ajustado para sentarse cómodamente), tacones asesinos y un delineado que había resistido tres brindis y un beso furtivo a su propio marido para distraerlo de su copa número cuatro.

Damián, su esposo, había pasado los últimos veinte minutos intentando mantenerla en su silla.

Pero el problema con Diana era que cuando el vino le tocaba el alma, también le tocaba el ego.

Y el ego de Diana, esa noche, estaba en modo karaoke.

—Amor, no —susurró Damián, intentando atraparle la mano mientras ella se levantaba—. No tomes el micrófono. Te conozco.

—Ay, por favor, Damián —respondió ella, con una sonrisa que olía a Sauvignon Blanc—. Solo voy a decir unas palabras.

“Unas palabras” era la frase más peligrosa en el diccionario de Diana.

El presentador, ingenuo, le cedió el micrófono con una sonrisa.

El cuarteto de cuerdas hizo un acorde dulce, y los invitados se acomodaron, esperando un discurso con anécdotas emotivas, quizá alguna lágrima, tal vez un elogio a la pareja perfecta.

Diana parpadeó dos veces, enfocando la mirada. El micrófono le parecía un cetro.

Y en ese momento, el salón entero se rindió a su borrachera.

—¡Veinticinco años! —exclamó, con voz solemne y aliento a uva fermentada—. Veinticinco años, mis queridos Amara y Matías… ¡un cuarto de siglo! Eso es lejos más de lo que duró mi última dieta.

Risas. Primeras carcajadas. El público, confiado, se relajó.

Error fatal.

Amara, impecable en su vestido color champagne, sonrió nerviosa. Sabía que Diana podía ser encantadora, pero también sabía que el vino podía convertir esa dulzura en dinamita.

—Yo conocí a Amara cuando todavía usaba delineador azul y creía que “el amor de su vida” era el tipo que le escribía poemas en servilletas —continuó Diana, apoyándose torpemente en el atril—. ¡Y miren ahora! Casada, feliz, con un hombre que todavía le sirve el café en la cama los domingos… o eso dicen.

Matías, con una sonrisa diplomática, alzó la copa.

Damián, al fondo, se hundió en la silla.

Los hijos de la pareja se miraron entre ellos, como si estuvieran presenciando una erupción anunciada.

Diana siguió.

Porque, claro, el vino no la dejaba detenerse.

—Yo he visto TODO el recorrido amoroso de mi amiga —dijo, moviendo la mano con dramatismo—. Desde los amores fugaces hasta las tragedias dignas de telenovela. ¡Y vaya que hubo candidatos!

Aquí vamos, pensó Damián.

Y sí. Iban.

—Empecemos por David… ¡ah, David el conejito exprés! —soltó Diana, y las carcajadas se expandieron como fuego en paja seca—. Un minuto, literal. Ni uno más. La primera vez que Amara me lo contó, pensé que exageraba. Pero no. Dijo: “Diana, fue más rápido que lo que dura un tiktok”.

La madre de Matías tosió con violencia.

El cuarteto de cuerdas dejó de tocar.

Matías bajó la copa, muy despacio.

Damián ya estaba de pie, abriéndose paso entre las mesas.

Demasiado tarde.

—Luego vino Patricio —prosiguió Diana, enumerando con los dedos—. ¡El lunático! Le pidió matrimonio a las dos semanas. Dos. Semanas. Amara llegó riendo porque él ya había hecho invitaciones con sus nombres. Sin haber tenido sexo todavía.

Los invitados rugieron de risa. Hasta el fotógrafo se dobló.

Amara se tapó la cara con las manos.

Matías le dio palmaditas en la espalda, reprimiendo la risa.

—Después —siguió Diana, levantando otro dedo—, Santiago. El ingeniero. ¡Ay, Santiago! Hombre muy inteligente, muy… estructurado, digamos. —Diana hizo una pausa, sonrió con malicia—. Pero tenía un problemita de proporciones microscópicas.

Una explosión de carcajadas sacudió el salón.

—¡Qué! —dijo ella, fingiendo indignación—. No es mi culpa que la tuviera tan chiquitita.

Damián alcanzó el escenario.

—Diana, mi vida, ya está bien, ¿sí? —le susurró, intentando arrebatarle el micrófono.

Ella se giró con elegancia etílica.

—Damián, cariño, no interrumpas el homenaje a mi mejor amiga. Esto es historia viva.

El público vitoreó. Alguien gritó “¡déjala hablar!”.

Diana sonrió, saboreando el caos.

—Pablo fue el siguiente, él terminó yendo a terapia. Dos veces —continuó, apoyando el micrófono en el mentón como si fuera un cómico profesional—. Era celoso compulsivo. La celaba hasta del aire. Literalmente. Una vez, Amara me dijo que se enojó porque el viento le despeinó el cabello. Y cuando Amara lo dejó, Matías tuvo que ir a su departamento a sacarlo. A empujones.

Matías alzó la mano con resignación.

“Confirmo”, dijo.

El público aplaudió.

—Fabián, el músico —siguió Diana, con un tono de narradora de documental—. Ese fue de mis favoritos. Le escribió canciones, le llevó serenata, y terminó mojado con una jarra de agua desde el balcón. Un clásico.

Los aplausos fueron sinceros.

Hasta Amara se rió, tapándose la cara con la servilleta.

Diana giró en su dirección, con una ternura fingida.

—Ay, Amara, tú siempre tan romántica. Pero no te culpo, cariño. Tenías buen gusto.

Pausa dramática.

—Bueno, casi siempre.

Había un ex de la lista que estaba presente.



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En el texto hay: romance y humor, muchos novios, romcom chiklit

Editado: 09.11.2025

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