Mercedes estaba en un aprieto.
En su mente, ideo un plan para ocultarlo y poder liberarse de una buena reprimenda. Pensó una y otra vez algo, lo que sea, para no dejar rastro. Pero era imposible.
Elke iba a matarla.
No tenía por qué mover las sillas del jardín, uno que no era suyo, pero no podía quedarse de brazos cruzados. El sol había bajado tanto que, a pesar de tener puestos sus anteojos, no alcanzaba a leer con claridad y quería terminar su libro. Cuando se dispuso a mover la pesada silla de hierro lejos de la sobra del árbol, empujo por accidente una pesada y muy antigua maseta
Con las manos y los pantalones llenos de tierra, intento en vano cubrir las flores con tierra y apartar los pedazos rotos de cerámica. Ahora no solamente necesitaba un baño, también tenía que lavar su ropa fina.
Se dio por vencida luego de un par de minutos. Nada iba a poder arreglar el desastre que había provocado, solo tocaba esperar las consecuencias y ya estaba cansada de mover la tierra y tener las uñas llenas de mugre. Se levantó de ahí, dirigiéndose hacia la casa, mientras se sacudía la ropa y trataba de no ensuciar su libro.
Cuando entro, el silencio la desconcertó por un momento. Eran las 5 de la tarde. Theresa debía estar en la cocina y la señora Elke seguro estaba con sus amigas tomando el té. Decidió dirigirse a la cocina, pero cuando paso por el pasillo, donde daba a la sala de estar, vio a alguien parado por el rabillo del ojo y se detuvo en seco.
Volvió sus pasos hacia atrás y se quedó congelada al ver a un niño ahí parado.
Tenía puesto solamente un atuendo que le quedaba grande y que parecía… un piyama y tenía el pelo rapado hasta el cráneo. Estaba delegado, demasiado delgado y debajo de sus ojos unas enormes ojeras, negras y profundas. En sus pupilas marrones la nada misma se reflejaba. Parecía tan perdido que no hizo ningún movimiento cuando Mercedes entro a la habitación.
—Hola —dijo suavemente —, ¿estás perdido?
El pequeño niño, que no debía tener más de 12 años, retrocedió asustado. Su mirada se dirigió rápidamente al piso, como si temiera mirarla a los ojos.
— ¿Cómo entraste?
—L-lo lamento, señora. No volverá a pasar, me dijeron que esperara aquí —su voz sonaba rasposa, como si hubiera estado llorando y tembló de pies a cabezas.
Mercedes vio heridas frescas cuando se movió accidentalmente la manga de su camisa. Le quedaba enorme, sus zapatos estaban rotos y, a pesar de que era verano, la temperatura a esta ahora comenzaba a descender.
—Estás herido, déjame —dejo el libro en la mesa y se acercó decidida hacia él, pero el niño retrocedió atemorizado.
— ¡Mercedes! — Una voz enojada los sobresalto a los dos. Cuando ella miro sobre su hombro, vio a Elke en el lumbral de la puerta, sosteniéndose con su bastón —. ¿Qué crees que estás haciendo?
—Está perdido, solo intento ayudarlo…
— ¡Esta aquí para trabajar! — La corrigió mientras daba un paso dentro de la sala —. No está aquí para andar holgazaneando.
Mercedes la miro sorprendida. Su tono de voz detonaba asco y desprecio cuando se dirigió al pequeño niño, quien no se había movido un centímetro.
—Él…
—Él se va a la cocina, ¡ahora! —le grito y el niño se movió —. Muévete rápido si no quieres que marque mi bastón en tu espalda.
Mercedes dio un paso amenazante hacia ella, pero en un parpadeo el niño desapareció y ambas se quedaron solas.
— ¿Cómo puede decir esas cosas?
—Los judíos son cosas, no te olvides —la reprendió, enojada —. No te atrevas a entablar ningún tipo de contacto con ese tipo de gente, solo sirven para estafar y robar todo lo que se les pasa por enfrente.
El cuerpo se le destenso cuando escucho sus palabras. La anciana todavía seguía hablando de los judíos, como eran el enemigo de la nación y los culpables de todo el mal que le pasaba al mundo. Mercedes todavía seguía mirando la puerta, en silencio.
Klaus se quedó mirando el techo toda la noche.
No había pegado un ojo siquiera, atento a todo lo que pasaba alrededor. Atento a cualquier ruido en la casa. Ella ni siquiera se presentó a la cena, ni siquiera la vio en el jardín leyendo algo, como comúnmente hacía.
Dio muchas vueltas a las palabras que Josef le dijo, pero lo único que retumbaba en su mente era el sonido de su risa, el olor a caramelo que su cuerpo desprendía y a sus ojos verdes, retadores, mirándolo solamente a él. Como si fuera el único hombre que ha conocido en su vida.
La madera del pasillo sonó.
Se puso alerta y miro su reloj.
5:30 de la madrugada. Justo la hora en la que Josef le dijo que ella se iba de la casa, solo él sabía dónde y con quien.
Escucho algo arrastrándose y luego el sonido de la puerta de la entrada siendo abierta y, posteriormente, cerrada.
Se levantó de la cama, completamente vestido. Ni siquiera se había sacado el uniforme. Se movió rápidamente fuera de su habitación, fuera de la casa y cuando se dispuso a seguir a Mercedes, Josef le cortó el paso, sonriente. Un grupo de 10 soldados estaban detrás de él.
— ¿Listo para ver que oculta tu mujercita?—se mofo de él.
Klaus apretó la mandíbula.
—No tientes tu suerte.
Le paso por al lado, los soldados lo siguieron. Josef soltó una risa por lo bajo.
No había nadie en el pueblo, ni siquiera los granjeros estaban despiertos. Klaus se preparó, volvió a su semblante oscuro cuando los soldados rodearon la biblioteca donde ella trabajaba y se repitió mentalmente, cuando un soldado se posiciono frente a la puerta, que la patria de su nación estaba por delante de cualquier mujer.
El soldado disparo la cerradura y luego pateo la puerta casi rompiéndola. Gritos se escucharon y entro, seguido de Josef.
Dentro, delante de una pizarra, Mercedes miraba asustada como los soldados interrumpían y apuntaban a la gente que estaba sentada. La mayoría eran adultos, unos 3 hombres y 2 mujeres, el resto, aproximadamente 5, eran niños.