IAN BLACK
Detesto el desorden, las cosas en sitios donde no van, colores alegres o chillones, detesto todo lo que brille, detesto todo lo que me recuerde a ella… Mi oficina está exactamente como debe estar: papeles alineados, agenda cerrada, vidrio limpio, silencio absoluto y mi café a mi costado humeante mientras termino de enviar la cantidad de equipos médicos que necesito.
—¿Vas a seguir fingiendo que no estoy aquí o ya puedo sentarme? —dice mi amigo y solo escucho cuando se lanza al sofá.
No levanto la mirada.
—Estás en mi oficina, Damon. Vete, no tengo cabeza en este momento.
—No le hago caso a los amigos aburridos, que solo saben trabajar y estar detrás de un computador—añade—, y tú llevas semanas siendo uno y omitiendo mi preciada existencia.
Cierro la laptop con un golpe seco.
—Yo no nací en cuna de oro como tú, Damon. Tampoco con un padre que quitaría a quien sea del camino por mi…, lo tenía pero ni me pelaba. En fin, Damon, esto que tengo es porque mi padre se la sudo y yo, también, estoy pisandote a los talones y no es que este feliz, pero recuerda que la fortuna se termina si no se trabaja. Ahora, dime ¿Qué quieres?
Damon se inclina hacia adelante. Siempre lo hace cuando va a decir algo que sabe que me va a irritar. Lleva un traje oscuro, su cuello y manos es lo único de tinta que se le ve, en cambio yo mantengo los mis ocultos, sus ojos azules brillan y una sonrisa ladeada se asoma.
—No te prestaré atención, la fortuna de mi padre es interminable y bueno, sabes que tenemos dinero de procedencia..., en fin, no tengo porqué trabajar. Que lo haga mi padre— se peina el cabello con sus dedos—, vengo a contarte que voy a ser un hombre santo, muy santo. Mis pecados serán redimidos.
Levantó una ceja y se ríe. No es una risa amable. Nunca lo ha sido, es fría y casi enfermiza.
—Compré un convento— suelta y su sonrisa se convierte en una oscura.
—¿Estás hablando del convento, el mismo que tú y yo conocemos? —pregunto, aunque ya lo sé.
Damon sonríe más, parece el gato del país de las maravillas.
—Ese mismo.
Ruedo los ojos.
—Estás enfermo, ya amigo. De verdad, deja a esa mujer servir a Dios.
—Estoy cuidando lo que me pertenece —responde con calma peligrosa—, no como tú.
Mis dedos se tensan sobre el escritorio.
—No empieces.
—Se te fugó en la cara, Ian. En tus narices... Te vieron la cara. Cielo lo sabe, sus padres y estoy seguro que Abril también, todos saben dónde está menos tú... — se pone de pie y alisa su traje negro—, te dije para darte una manito y no quisiste.
Me pongo de pie de golpe.
—¡Cállate!
Damon no se inmuta, me enfrenta con su mirada y la tensión llena el lugar, hace años que no nos entramos a puño. Nuestras personalidades chocan y mucho.
—Me callo, pero en cambio yo no perderé a la mujer que amo. Todo el aire que respira me pertenece, donde ella esté también y ella misma, me pertenece y lo sabe. Yo manejo hasta los días que canta en el coro y quien está a su alrededor, no me confío ni del cura que va cada domingo.
—Estás loco. Ya perdiste la cabeza, hermano.
—Probablemente —admite—, pero dime, ¿no lo estabas tú también? ¿No perdiste la cabeza por meses, mejor dicho por casi dos años?
No respondo a su pregunta, porque si la perdí…
—Ya debe tener su vida hecha. Sí huyó de un convento hace casi cuatro años lo hizo por alguien más, tal vez, por la persona con la que hizo su vida —digo, más para mí que para él—, y yo también tengo la mía.
Damon me observa y yo trato de respirar con calma, observo mi reloj y el contador de latidos va subiendo.
<<Este imbécil me hace hervir la sangre>>
—Hablando de vidas…, tenemos reunión hoy.
—Paso.
—Estará Renata.
—No— gruño y me siento de nuevo.
—Dice que te extraña— hace un gesto que pasa la raya de lo decente con sus dedos que ignoro.
—Yo, no. No quiero nada serio con ella ni con nadie. Llévate a Aitor, no se a Diego.
—Lo llamaré a ver si su ñoña de novia lo deja salir y Diego, ni muerto. Ese tipo es un aburrido, no se como Abril después de ti terminó con él. Ja, tal vez, no lo es a puertas cerradas.
La mirada que le doy es suficiente para que se callé y entienda que no me gusta que hable de ese estúpido error que cometí.
—Bueno, ya, ya. Me das jaqueca, me largo a disfrutar esta noche, luego tengo un vuelo.
Camina hacia la puerta, pero se detiene cuando le pregunto:
—¿El padre de la pobre sabe lo que estás haciendo?
Damon curva los labios.
—No, porque a su santica no le sirve soltar la lengua. Ese pedestal donde la tienen se cayó hace mucho, solo que él no lo sabe y ahora, la tendré rezando y no para su Dios.
Se va y el silencio vuelve, mi móvil vibra.
Kas, el padre de Milagros. No contestó sigue llamando y lo bloqueo. No quiero saber nada de ella. Ni de su familia, ellos saben dónde está y no le importo mi desesperación, la necesidad de encontrarla. Y no se lo perdonaré jamás.
Pasó la mano por la cicatriz que cruza el medio de mi pecho como un recuerdo que nunca pidió permiso. Ella sabía que esto pasaría. Se lo pregunté y me lo negó. Me nego la verdad y una atención médica antes que esto pasara y eso…, tampoco se perdona.
Me levanto. Tomo las llaves, necesito aire, necesito dejar de pensar.
—¿Dónde estás? —le digo a Damon al teléfono horas después que he dado vueltas sin sentido.
—Te envío la dirección, hermano —responde gritando fuerte, por la música que se escucha de fondo.
Cuelga y sigo manejando, la ciudad pasa rápido, pero no lo suficiente para borrar su voz, su risa, su manera de hacerme reír con sus chistes malos, su cabello, Dios..., su hermoso cabello. La sigo recordando como la última vez que la vi, caminando por esos pasillos del convento. Aunque ella no me noto.
Antes de entrar al club, mi teléfono vibra de nuevo con un número desconocido. Abro el mensaje.
Editado: 19.12.2025