LUNA.
Siempre he oído las máquinas que me conectan cuando me da un ataque. Ese zumbido horripilante me acompaña desde hace mucho tiempo; Abro los ojos con esfuerzo. La habitación blanca, el sonido del monitor cardíaco, el sollozo de mi madre y la voz gruesa de mi padre y el médico. Eso significa una sola cosa. —Aún sigo viva— que pecado cometió mi antigua yo en el pasado. Porque aún no he podido morir.
—¿Lunazai, hija como te sientes?—Pregunta mi madre, ella está a mi lado, con los ojos hinchados y una expresión que intenta sostener la calma. Mi padre permanece detrás, rígido, como si el traje le estuviera apretando más el ánimo que el cuello. Junto a ellos está el médico — Santanders.— Aunque de santo no tiene nada.
—Señora Luna ha despertado— mencionó. Asiento sin fuerzas. Él se inclina y, con una educación me pregunta en voz baja: —¿Puede decirme cuánto es esto?— y me muestra la palma de su mano donde tiene escrito un número cuatro.
—¿Qué creen, que me estoy muriendo? —murmuro, más a mí que a ellos—. ¿Qué mal les hice en este mundo para que no me dejen morir en paz?
Mi padre se estremece y mi madre aprieta mi mano. El médico frunce la frente.
— No diga cosas así, por favor.
—Luna, no es momento de bromas. Tu madre, se llevó un susto tremendo — replica mi padre con la voz rota— Necesita descansar.
Me encogí de hombros, fingiendo que no me importaba. Cuando el médico se retiró para hablar con ellos, susurrando términos que no quise entender —alta, seguimiento, 24 horas— me quedé mirando el techo, deseando que el ruido del monitor me tragara de una vez. Incluso los murmullos de mi padre y el médico me tenían harta.
—Si van a hacer ruido, quédense afuera—, le dije a la habitación como si ella fuera culpable de todo. Era una simple indirecta.
—Eres tan absurda —me reprendió mi madre, sin medir la dureza que tenía en la garganta—. ¿No piensas en el dolor que nos estás causando?
—Entonces, déjenme morir —respondí sin rodeos—. No debería pensarlo, pero es lo que quiero.
El médico volvió con una mezcla de profesionalidad y pena. Me explicó que mis signos eran frágiles, que necesitaba reposo y medicación. Soltó una pastilla en mi mano antes de retirarse. Mi madre, incapaz de controlar la rabia y la ternura a la vez, me besó la frente; su rostro estaba demacrado por noches en vela y no por el hospital, sino por lo que yo decidía sentir.
Hablamos de Bruno. Mi padre, incapaz de esconder el reproche, preguntó por mi esposo como quien comprueba una factura.
—¿Dónde demonios esta Bruno cuando colapsaste?— Mi respuesta fue un encogimiento de hombros, esa era un arma que aprendí a usar
—Bruno siempre trabajaba— respondí sin emoción. Siempre tenía excusas envueltas en llamadas importantes.— Creo que no sabe lo que me sucedió.
—¿Cómo que no lo sabe?—, preguntó mi madre entre lágrimas; yo fingí una sonrisa ladeada.
—No lo sabe. Nunca lo sabe.
—Es un idiota— sentenció mi padre entre dientes.
Me dejé llevar por el sueño otra vez, ansiosa por escapar a ese olvido tibio donde quizá algún día todo tendría sentido.
Abrí los ojos más tarde con los párpados pesados. Mi madre ya empacaba una maleta con mi ropa; mi padre se acercó y me acarició el cabello con una ternura que dolía de lo inusual.
Ya estaba empalagosa de tanto cariño.
—Vamos a casa—dijo. Intenté incorporarme y el mundo giró: un mareo ligero me atacó. ¡Maldición!
El doctor pasó a tomar la presión, me recetó algo más para el resto del día y me insistió que guardara reposo totalmente absoluto.
—Necesita dejar un poco los libros. Señora Linares.
—Nunca podré dejar de leer—, le dije con la testarudez que siempre me ha acompañado. Él suspiró y sonrió con el gesto de quien respeta pero no entiende.
Mis padres me ayudaron a salir de la clínica, subimos al auto. Vi a mi padre hablar por teléfono con la ceja fruncida; su voz sonó como una sentencia:
—Tu esposa es tu prioridad —le reprochó a Bruno —. ¿Te casaste por eso? Si no regresar, la llevare conmigo.
Mi padre colgó y me miró con decisión.
—Te irás con nosotros a la mansión—declaró.
Quise reír y en vez de eso solté un gruñido seco.
—No quiero ir— declare. —No quiero estar conectada a ese oxígeno y escuchar su peleas. Quiero estar en mi casa, mi paz, ir a mi librería… ahí deseo estar.
Mi padre se enfureció.
—¿Estás diciendo que tu librería es más importante que nosotros?—gritó.
—Sí —respondí, fría—. Así mismo. Es mi espacio. No voy a renunciar a lo que me hace sentir cuerda.
Me dejaron en la casa con la misma rapidez con la que habían intentado llevarme a la mansión. Leticia me esperaba en la puerta; me abrigó, me puso un gorro y me condujo al salón. Dinora, mi nana, me sonrió con la ternura de siempre y me ofreció un caldo caliente.
—Tu madre y tu padre se han ido, tan rápido — preguntó curiosa.
—Aja. Estaba cansada de ellos.
—Seguro te querían llevar a la mansión.
—¿Crees que iría? —respondí, y el pensamiento de sus perros arrugados en la alfombra me provocó náuseas—. No soporto ni siquiera sus perros.
Kitty, mi gata, apareció como si hubiera entendido la escena y se subió sobre mis piernas. La acaricié; su pelaje era una pequeña isla de calor en un día de invierno emocional. Dinora y Leticia me miraron con preocupación.
—Recuerda, señorita Luna, que no puede acercarse tanto a Kitty…— Ya empezó. Rodé los ojos, cansada de los adjetivos protectores.
—El día que muera por acariciar a mi gata será el día que me ría de la ironía —dije—. Ahora tráeme el caldo. Tengo hambre.
—Leticia ocúpate de ordenar el comedor y dejar todo listo.
— Ahora mismo tía.
Mientras Leticia se ocupaba del comedor, mi móvil vibró en el bolso. Solté un bufido y lo saqué. Era Bruno. Contesté con desgana.
—¿Por qué demonios no me dijiste que estabas en el hospital? —gritó él apenas le di tiempo de respirar —¿Qué te sucedió?