Luna
Terminé de leer mi lectura de esta noche, «El ogro y la dama moribunda» Es un cuento que hace años, cuando estuve en la universidad, había escrito. Bueno… no terminé la universidad por mis problemas, de las cuales solo mis padres sabian, en esa época fue cuando conocí a esa persona. Guardé el libro, marqué algunos detalles y cerré mi computadora. Había escrito dos capítulos de mi otro libro que aún no lo había publicado aún, pero no he podido avanzar por falta de tiempo. Este mes he ido al hospital más de cinco veces.
Suspiro. Me levanto y entro a darme una ducha. De repente me agarro del azulejo; siento una opresión en el pecho. Como si fuera poco, las manos y la cara me arden, observo varios sarpullidos en mi piel. Trato de buscar mi toalla, pero solo logro tropezar y caer de bruces, lastimándome no solo el labio sino también la frente. Grito por el susto que me llevo.
En ese momento escucho la voz de Bruno al otro lado de la puerta:
—¡Luna! ¿Qué pasa?
—¡No puedo! —le digo sintiendo que la sangre me sale de la boca y de la cabeza, pensé que era la frente el golpe.—. Creo que me he quebrado un diente.
Bruno tira la puerta con fuerza y, al verme en el suelo, me levanta en sus brazos. Busca una toalla y me cubre.
—¿Qué te pasó? ¿Qué tienes? —pregunta nervioso.
Yo solo siento calor, mi pecho arde, la respiración se me corta. Intento jalarlo para que entienda que me estoy sofocando.
En ese momento escucho los pasos rápidos de Dinora.
—¡Señor Bruno! ¡No respira! ¡La señora Luna no respira!
—Por favor, ponle algo rápido —dice Bruno—. Voy a llamar al médico para ir al hospital ahora.
Intento abrir los ojos, pero no puedo. Siento que en cualquier momento mi respiración va a detenerse. Todo ocurre rápido. Me desmayo.
Cuando despierto, estoy de nuevo en el hospital, esta vez conectada a un maldito oxígeno. Abro los ojos y veo que Bruno se acerca a mí:
—Doctor, ha despertado.
El médico se acerca, me revisa los ojos con la luz y toca mi frente.
—Está bien, señora. Aparentemente tuvo una reacción alérgica. Pero me gustaría saber cómo se dio este golpe en la cabeza.
El doctor me retira el oxígeno y me pregunta si puedo respirar.
—Sí, estoy respirando —respondo con la voz seca. Necesito agua.
—¿Comió algo que le hizo daño? —pregunta.
—Creo que sí… champiñones —digo mirando a Bruno.
Él me queda mirando sorprendido.
—Pero si usted es alérgica a los champiñones como se lo puedo comer … —dice el médico—. Señor, ¿sabía usted eso?
Bruno baja la cabeza.
—Nos equivocamos. Discúlpeme, doctor.
—Tiene que tener mucho cuidado —dice el médico con tono molesto
¿Donde esta el doctor Santander?—. El golpe en su cabeza es profundo. Vamos a hacerle una tomografía.
—¿No me rompí los dientes? —le pregunto con un deje de burla.
El médico sonríe.
—No, no se los rompió. Pero sí tiene los labios partidos.
Respiro aliviada. Cuando la doctora y la enfermera se van para preparar el examen, me quedo sola con Bruno.
—Yo no… quisiera estar sola.
Bruno acaricia mi mejilla y luego se va con el médico. Aparentemente mis padres no saben lo que sucedió y creo que es mejor así. Sería un caos interminable. Siento el dolor profundo en mi cabeza; incluso estoy mareada.
Bruno vuelve y se acerca sonriéndome. Lo miro sin ganas de hablar. Suspiro.
—¿Te sientes bien? —pregunta.
—Es tan estúpido. ¿Crees que me veo bien? —le respondo sarcástica.
—Luna…
—Sí, estoy bien. Estoy bien —murmuro despacio. Trato de incorporarme y él me ayuda, colocando unas almohadas en mi espalda. Me quejo del dolor en la cabeza.
—No te toques la frente. La herida es muy profunda —dice.—¿Por qué no me dijiste que eras alérgica a los champiñones?
—¿Cuántos años tenemos juntos, Brunito? —respondo con sarcasmo.
Él mueve la cabeza indignado.
—Lamento mucho no saberlo. Si viste que mi madre mandó mando a servirlo, no te hubieras comido los champiñones. Por causa de eso caíste en el baño.
Lo miro en silencio. Él acaricia mi mejilla y, de repente, sin saber por qué, mis lágrimas empiezan a fluir.
—¿Por qué estás llorando? —pregunta.
—Por nada. No sé… a veces mis lágrimas salen. Creo que es un maldito tic.
—No maldigas.
—No estoy maldiciendo —respondo limpiándome los ojos.
Él toca mi labio partido. Cierro los ojos porque no quiero que lo haga, no quiero sentirme débil ante él. No quiero volver a sufrir como sufrí en el pasado por su culpa.
—Luna, por favor…
—Bruno, puedes salir de la habitación y dejarme sola.
—No. No puedo. No te voy a dejar sola.
—Siempre estoy sola, Bruno. Necesito que te salgas.
—No voy a hacerlo.
—¡Quiero estar sola! —grité.
Él me mira asustado. Empiezo a llorar y tapo mi rostro con ambas manos, sintiéndome malditamente débil y cansada.
—Maldita enfermedad… todo me hace mal —lloro.
Él se acerca y me abraza. Yo me alejo, pero no me suelta.
—Lo siento mucho, Zai. Por favor, quiero que entiendas que a partir de ahora no pienso hacer más viajes. No pienso dejarte sola en casa. Me siento muy mal por lo que está sucediendo.
—¿Te sientes culpable? ¿Tienes lástima de estar conmigo? Deberías dejarme y hacer tu vida como tu madre lo pide.
—Luna, basta. Esta es mi elección, no es de nadie más. Yo decido qué quiero para mí.
Bruno limpia mis lágrimas y me da un beso en los labios. Yo trato de alejarme, pero él no me suelta. Me besa con fuerza y yo me quiebro ahí, en sus brazos. Me siento chiquita, por un momento protegida. El llanto es tan desgarrador… el dolor en mi pecho me rompe. Lloro mojando su camisa y él solo me acaricia la espalda.
No sé por qué, pero la divinidad me consume tanto que ahora mismo lo único que deseo es morir. Morir para no sentir. Para que no me duela su mentira, su traición, su engaño, su indiferencia, su frialdad.