Corazón Pequeño, Amor Grande

7. Adopción

Luna

Ahora lo que tenía que hacer era iniciar el proceso de adopción. La hermana Lucrecia me había entregado todos los documentos necesarios para llenar el formulario y, de esa manera, comenzar oficialmente los trámites para adoptar al pequeño Samuel.
Mi corazón latía con fuerza, desbocado, mientras repasaba cada línea del papel. Lucía me observaba con curiosidad y, al notar mi expresión, preguntó con cierta duda.

—¿Estás completamente segura de querer adoptar a ese niño?

—Estoy cien por ciento segura —respondí sin dudar— Además el necesita una madre y yo un hijo.

—Pero… ¿tú crees que tu esposo quiera?

—Tendrá que aceptar —contesté con una sonrisa terca—. Haré cualquier berrinche con tal de que diga que sí. Es lo que yo quiero.

Lucía suspiró y cruzó los brazos.

—No sé, Luna… siento como que te dejaste llevar por la emoción del momento, quizá después ya lo sientas como una carga.

—No, Lucía —la interrumpí—. No lo veré como una carga, y tampoco estoy emocionada por impulso. Esta es mi decisión, y nadie podrá cambiarla. ¿O acaso no te gusta el pequeño solo porque tiene síndrome de Down?

—¡No, por favor! No pienso de esa manera —se apresuró a aclarar—. Solo lo digo por tu familia…

—¿Y qué me importa mi familia? —le respondí con firmeza—. Me importan mis decisiones, y esta la he tomado con el corazón.

Guardó silencio, comprendiendo que nada me haría cambiar de opinión.

—Bueno —murmuró al final—, entonces espero que tu esposo acepte.

—Lo hará —aseguré, mirando de nuevo el formulario—. Él tiene que aceptar, sí o sí.

Tomé la pluma con manos temblorosas y empecé a rellenar mis datos. Al final, firmé con una mezcla de emoción y nervios. Cuando salí de la oficina, la hermana Lucrecia me esperaba en el pasillo.

—Te veo muy emocionada, Luna —dijo sonriendo—. Pero quiero tener la certeza de que esto es realmente lo que deseas.

—Así es, hermana. No dude de mí. El pequeño Samuel será mi hijo, sin lugar a dudas.

—Entonces, ¿quieres verlo antes de irte?

—Sí… por última vez, antes de que regrese con mi esposo.

—Claro, ven conmigo —respondió con dulzura.

Lucía me siguió en silencio mientras recorríamos el pasillo. Se escuchaban risas y voces de otros niños al fondo, y aquel sonido me llenó de ternura. Cuando llegamos al salón, ahí estaba Samuel, sentado en una sillita azul, con las piernitas colgando y el libro que le regale entre las manos. Era el cuento del pingüino perdido.

Sus ojitos rasgados brillaban con una luz inocente y pura. Tenía el cabello rubio, suave y despeinado, su sonrisa mostraba unos dientecitos pequeños, disparejos, pero encantadores. Movía la cabecita de un lado a otro mientras pasaba las páginas con concentración, murmurando algo entre dientes, como si conversara con los dibujos.

Me acerqué despacio y me agaché a su altura.

—¿Te gustan los dibujos? —le pregunté con voz suave.

Él levantó la mirada y asintió con entusiasmo, mostrando su sonrisa más grande. Luego señaló al pingüino con su dedito gordito y dijo con voz dulce.

—Peque… no… está peérdido…

Su forma de hablar era pausada, con esfuerzo, pero llena de ternura. Le di una caricia en la mejilla, y él soltó una risita contagiosa, aplaudiendo con sus manitas redonditas.

—Qué bonito hablas, Samuel —le dije sonriendo.

—Mamá... ama los peque— murmuró sonriéndome.

—Si y también te amara a ti.— Dije sinceramente.

El pequeño volvió su atención al libro y comenzó a darle palmaditas a las páginas, como si el pingüino pudiera sentir su cariño. En ese instante, comprendí que no había duda alguna. Samuel es el niño y el hijo que el destino había puesto en mi camino.

Mi corazón se estremeció. Quería llevármelo en ese mismo momento, abrazarlo y no soltarlo jamás.

***

Después de aquel momento tan único que pasé junto a los pequeños niños que necesitaban mucho más que regalos o caridad, necesitaban amor, fraternidad, un verdadero hogar, sentí algo en mí que se transformó por completo.

Si pudiera, les daría todo mi corazón a todos, pero solo tengo uno… y ese corazón ya se había enamorado profundamente de un pequeño. Solo espero lograr la aprobación de Bruno. Sé que quizás no le agradará la idea, o tal vez sí, pero esta vez quiero que se cumpla mi mayor deseo; ser madre, aunque sea adoptando a ese niño. Ese pequeño ángel que ha despertado en mí emociones que jamás imaginé sentir.

Cuando llegué a casa, vi el auto de Bruno estacionado en la entrada. Mordí mi labio inferior, sabiendo que él ya se había dado cuenta de mi ausencia. Bajé del coche, le entregué las llaves al guardia y noté cómo bajaba la cabeza sin decir palabra. Yo tampoco dije nada. Solo caminé sosteniendo los papeles entre mis manos… aquellos documentos tan importantes para mí en ese instante.

Apenas entré al salón, lo vi. Bruno estaba de pie, hablando por teléfono.
Cuando notó mi presencia, colgó la llamada y me miró con evidente enojo.

—¿De dónde vienes, Zai? — Inquirió con voz firme—. Di una orden estricta de que no salieras. No estás bien, incluso se lo pedí a la Dinora. Pero parece que te cuesta acatar lo que se te pide por tu bienestar.

No respondí. Solo me acerqué lentamente y, para su sorpresa, lo besé en los labios. Por un momento, su enojo pareció desvanecerse y respondió a mi beso.

Luego tomé su mano y susurré.

—¿Podemos hablar en la habitación?

Él me observó, confundido, pero finalmente accedió y subió conmigo. En mi mente solo existía un propósito único y era convencerlo de aceptar al pequeño en adopción. Cerré la puerta con cuidado, pero antes de poder hablar, él me sujetó por la cintura y me llevó hacia la cama. Disimuladamente me toqué la herida en la frente, aún sin sanar del todo, insinuando que no era el momento.

—Bruno, te pedí que vinieras para hablar de algo importante —dije entre susurros, mientras sentía sus besos en mi cuello—. Escúchame, por favor…




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