El sonido de mis botas golpeando contra el asfalto mojado me acompañaba mientras caminaba de regreso a casa. La cabeza me daba vueltas. Michael hablaba de entrar y salir como si fuera lo más sencillo del mundo. Pero yo sabía que las cosas nunca salían como uno las planeaba.
Y esa bóveda…
No podía dejar de pensar en ella.
Subí las escaleras del edificio rápidamente y cuando llegué a mi piso, entré a mi departamento.
Dejé caer la chaqueta sobre el sofá y me tiré a mirar el techo rajado, como si ahí arriba pudiera encontrar la respuesta a mi dilema.
Tres minutos.
Tres malditos minutos.
No era tiempo suficiente para equivocarse.
Saqué mi celular del bolsillo y abrí el chat con Michael. Tenía un mensaje de voz que había mandado mientras yo venía caminando. Dudé unos segundos antes de reproducirlo.
—Ya está todo listo. Nos vemos el jueves en el galpón que conoces para la última revisión. Trae una máscara. Por favor no faltes, Lin.
Cerré los ojos y dejé que el teléfono cayera a mi costado.
Estaba dentro.
Quisiera o no, ya era parte de todo esto.
Más tarde ese día, decidí ir a ver a mamá y a Cameron, mi pequeño hermano. Sentía que debía hacerlo, ellos serian quienes me terminarían de convencer de que todo el riesgo y el esfuerzo valdrían la pena.
Tomé el bus y, mientras el paisaje gris se mostraba ante mí, mi mente volvió a recordar aquel sótano y su bóveda. ¿Quién querría guardar algo valioso en una simple sucursal de barrio? O tal vez era algo tan valioso como para guardarlo en un lugar en el que nadie sospecharía. No quería terminar involucrándome en algo peor que atracar un banco, sin embargo, el contenido de aquella bóveda era tentador. Podía ser cualquier cosa, desde oro hasta más dinero almacenado. Inconscientemente, mi ambición aumentaba cada vez más.
Bajé del bus y caminé las últimas cuadras hasta la desgastada casa de mi madre. El jardín seguía descuidado, el mismo que papá prometía arreglar cada año y que nunca tocó. Me paré frente a la puerta, y dudando toqué un par de veces.
Cameron me abrió como siempre, con esa sonrisa inocente que me partía el corazón en dos cada que la veía.
—¡Lin! —corrió a abrazarme.
Le revolví el cabello con cariño, tratando de grabarme ese momento en la memoria.
Mamá apareció enseguida, con el delantal manchado y esa mirada de cansancio que nunca se le quitaba.
—¿Te quedarás a almorzar? —preguntó, esperanzada.
Mentir era cada vez más difícil.
—No puedo, solo pasaba a verlos.
Ella asintió, como si ya supiera la verdad detrás de mis excusas. Pero no dijo nada. Solo me abrazó fuerte, como si presintiera que pronto pasaría algo malo.
Entré a la casa en silencio, y seguí a mi madre hasta la pequeña cocina. Ella estaba secando un plato entre sus manos, pero su mirada estaba perdida en algún punto del mesón.
Yo me senté en silencio, en la mesa del comedor frente al lavabo.
—¿Todo bien en casa, Lincoln? —preguntó, sin mirarme.
Tragué saliva. No era una pregunta cualquiera. Era esa clase de preguntas que vienen con miedo, con presentimiento.
—Sí, mamá. Todo bien.
Ella dejó el plato en el fregadero con más fuerza de la necesaria. El golpe seco me hizo tensarme.
—Por favor, no me mientas —dijo en voz baja—. Puedo ver que algo anda mal.
¿Qué le diría? ¿Que todo va mal y que probablemente su hijo terminaría en prisión al igual que su esposo? No podía hacer eso, suficiente presión y estrés le generaba tener que mantener a un niño pequeño ella sola, además de tener que enviarle dinero a mi padre en prisión. No quería agregarle más peso a sus hombros. Ya bastaba con el dolor de verla luchar sola, día tras día.
Ella se giró, apoyándose contra la encimera, cruzando los brazos.
Sus ojos, cansados y tristes, se clavaron en los míos.
—¿Qué estás haciendo, Lincoln? —preguntó casi en un susurro—. No quiero... no puedo verte repetir los errores de tu padre.
Bajé la cabeza, avergonzado.
—Estoy buscando trabajo, mamá. Solo... no es fácil.
—No tiene por qué ser fácil —dijo ella—. Pero no se trata de dinero. Se trata de quién eres cuando nadie te ve.
Hizo una pausa, respiró hondo, como si intentara sostenerse a sí misma.
—Tu padre también empezó "buscando dinero rápido".
El tono de su voz se quebró—. Y míranos ahora.
Odiaba ser el causante de aquel malestar en ella, sentía que le estaba fallando.
Con un nudo en el estómago me levanté. Quise decir algo que la tranquilizara, pero me fue imposible, no era capaz de mentirle más. Así que solo la abracé.
Ella apoyó su frente en mi hombro y suspiró, resignada.
—Eres mejor que esto, Lincoln. No lo olvides.
En ese momento me prometí algo. Saliera bien o mal aquella hazaña, sería la última. No volveré No volvería a caminar por el mismo camino que había destruido a mi familia.
-
Más tarde y muy lejos de allí, dentro de un carro estacionado a unas cuadras del banco, John observaba con atención. Con el motor apagado, las luces del vehículo apagadas y las ventanas arriba, sus ojos no dejaban de moverse, escaneando cada rincón de aquel lugar. Había estado rondando el banco durante varias horas, estudiando cada detalle con meticulosidad. Su objetivo no era solo vigilar, sino algo mucho más específico: confirmar que esa maldita bóveda existiera.
John no era del tipo de persona que confiaba en rumores, y menos cuando se trataba de algo tan crucial para el plan. Sabía que había algo en esos informes, algo que no cuadraba. La bóveda secreta que John había oído mencionar por primera vez a través de un contacto de confianza, pero que nunca había sido registrada en los planos oficiales, era lo que lo mantenía en alerta. El hecho de que un lugar tan importante no apareciera en los documentos públicos le parecía demasiado extraño. Algo en su instinto le decía que la información era real, pero no se sentía listo para arriesgarse sin pruebas.