La puerta se abrió con un chirrido metálico, lento, como si también dudara de lo que estaba por revelar en su interior.
John dio un paso al frente inseguro.
Del otro lado, la oscuridad era espesa. No era un cuarto vacío, ni una simple sala de mantenimiento. Era otra atmósfera. Una fría y Silenciosa, como si el mundo se hubiera detenido detrás de ese umbral.
La puerta se cerró tras él con un clic suave, pero definitivo.
Fernando y Esteban se miraron apenas por un segundo, tensos.
—No tenemos tiempo para seguirlo —dijo Esteban, ajustando el auricular en su oído—. Michael acaba de dar la señal. Alguien oprimió el botón de pánico, tenemos tres minutos.
Ambos continuaron por el pasillo hasta la cámara principal de almacenamiento. Las cajas estaban allí, como en los planos, y el acceso ya había sido preparado días antes: El aparato que llevaban en una de las maletas seria capaz de revelarles la combinación para abrirlas.
Fernando abrió la primera compuerta, revelando los primeros fajos. Billetes recién marcados. Dinero real. El botín prometido.
—Empieza a cargar. Y rápido —dijo Fer, extendiendo una de las bolsas negras que traía consigo.
En el piso superior, la alarma del botón de pánico ya había comenzado a sonar. Era un pitido intermitente, sutil pero constante, que rompía el ambiente haciendo que la tensión y el estrés se multiplicara. No había forma de saber quién la había presionado. Quizá un empleado rezagado, quizá alguien en el suelo que había logrado estirar un dedo más allá de lo permitido. No importaba. Lo hecho, hecho estaba.
—Ya —dijo Michael por el comunicador—. Tenemos menos de dos minutos. Suban lo que tengan en la bolsa y se prepárense para irnos.
Mientras Michael hablaba por el comunicador, Lincoln sintió que algo lo jalaba por dentro, como una punzada que no tenía que ver con la alarma ni con el reloj.
Era John.
¿Dónde estaba?
¿Había encontrado la bóveda?
¿Había bajado solo, como había dicho?
Lincoln intentó buscarlo con la mirada, como si esperara que apareciera corriendo desde algún pasillo, pero no había rastro de él. Ni una señal, ni una voz en el auricular. Solo ese silencio que sabía demasiado.
Recordó la conversación de la noche anterior.
"Si no vuelvo a subir, ya sabes por qué fue..."
Ahora lo sabía.
Lo había hecho. Había ido tras ella.
Pocos segundos después, el sonido acelerado de pasos retumbó por la escalera de emergencia. Fernando apareció primero, con la bolsa negra colgada al hombro, casi jadeando. Esteban venía detrás, empapado en sudor, con los guantes llenos de polvo.
Lincoln se giró de inmediato.
—¿Y John? —preguntó, apenas cruzaron la puerta.
Fernando no respondió de inmediato. Solo lanzó una mirada rápida a Esteban, como si esperara que él dijera algo primero.
—Se desvió —dijo Esteban finalmente—. Abrió una puerta al fondo del pasillo… dijo que quería verificar algo.
Lincoln apretó los dientes, sintiendo cómo el peso en su pecho se duplicaba.
Michael se acercó.
—¿Dónde está?
—Fue tras la bóveda —dijo Lincoln en voz baja.
Michael no dijo nada al principio. Solo lo miró fijo durante un segundo. Luego volvió la vista al pasillo trasero, como si aún hubiera tiempo de ir por él.
Pero el rugido de sirenas lejanas comenzó a colarse por las paredes.
Y con él, la decisión ya estaba tomada.
—Nos vamos. Ahora.
—No podemos dejarlo ahí —murmuró, casi para sí mismo.
—Ya tomó su decisión —dijo Michael, girándose hacia la salida.
Lincoln dio un paso hacia atrás, en dirección al pasillo.
—Voy a buscarlo —dijo con voz baja, pero decidida.
Michael se giró en seco y lo sujetó del brazo con fuerza.
—¿Estás loco? Escucha —le dijo, señalando hacia el exterior.
Las sirenas se escuchaban ahora con más claridad, más cerca. Se acercaban rápido.
—No lo voy a dejar —insistió Lincoln, intentando zafarse.
—¡No vas a lograr nada bajando! ¡Lo sabes! —le gritó Michael— ¿Quieres terminar como tu padre? ¿Atrapado?
—¡Suéltame! —forcejeó.
—¡¿Qué demonios haces?! —gritó Fernando desde la puerta trasera— ¡Nos van a atrapar a todos por tu culpa!
Esteban ya había cruzado la salida, asomándose para ver si aún había tiempo de escapar.
Lincoln miró una vez más el pasillo.
John no salía.
Las sirenas estaban sobre ellos.
Michael lo empujó hacia la puerta.
—¡Se acabó, Lincoln! ¡Muévete!
En el sótano John sostenía su linterna, alumbrando el interior de la habitación. Dentro, no había fajos de billetes ni joyas. Había estanterías con archivadores, carpetas negras, sobres sellados con cinta oficial del gobierno. Todo cuidadosamente organizado. Frío. Intimidante.
Se acercó a uno de los estantes y tomó cuidadosamente una de las carpetas negras. Dentro había documentos impresos con marcas de censura: líneas negras cubrían nombres, fechas y ubicaciones. Aun así, lo poco que se leía bastaba para saber que aquello no era información común.
Informes de vigilancia. Coordinadas. Fotografías. Una transcripción parcial de una conversación grabada.
En una de las páginas, reconoció un nombre. Uno que ya había escuchado y que jamás se imaginó encontrar ahí.
Cerró la carpeta con rapidez, la deslizó dentro del compartimento oculto de su mochila y volvió a iluminar la sala con la linterna. No se arriesgaría a llevar más. Con eso bastaba para no levantar sospechas.
Apagó la linterna, se giró, cerró la puerta y salió sin mirar atrás.
Mientras subía por las escaleras, podía oír los ecos de las sirenas que ya se acercaban a la sucursal.
Demasiado cerca.
Pero aún estaba a tiempo.
No encontró a nadie en el lobby. Todos se habían ido.
Aumentó el paso, cruzó la puerta trasera y, contra todo pronóstico, el auto seguía allí.
John exhaló y corrió rápidamente hacia el vehículo, abrió la puerta y se lanzó al interior sin decir una palabra. Su respiración era agitada, pero su rostro seguía inexpresivo, como si el caos que acababa de atravesar no le afectara.