Corazones bajo fuego

Capítulo 7

El camión avanzaba por las calles secundarias a toda velocidad. Nadie hablaba. El único sonido constante era el de las sirenas alejándose en dirección contraria, como si hubieran tomado un camino distinto a propósito.

Lincoln no podía dejar de mirar a John desde el asiento del copiloto.
No por alivio. No por alegría de verlo vivo.
Por duda.

Algo no encajaba.

—¿No encontraste nada? —repitió Lincoln, con el ceño apenas fruncido.

John mantuvo la mirada al frente.
—Nada que valiera la pena arriesgarlo todo —respondió, sin emoción.

Pero Lincoln no se tragaba esa respuesta. Sabía que John no era un idiota, y que no se habría tardado tanto si no hubiera encontrado algo.
Lo conocía lo suficiente como para saber que no dejaba cabos sueltos.

Y, sin embargo, allí estaba, diciendo que bajó a una bóveda... y volvió con las manos vacías.

Mentira, pensó Lincoln. Está ocultando algo.

Siguieron avanzando por las calles, pero a dos cuadras del galpón, una patrulla cruzó frente a ellos.

El sonido del motor de la policía rugió al pasar, y por un instante, todo dentro del vehículo se congeló. Esteban contuvo la respiración. Fernando bajó la cabeza. Lincoln giró la cara hacia la ventana, evitando mirar de frente a los oficiales.
John no se movió. Solo cerró los ojos.
Héctor aferró el volante.

La patrulla pasó de largo.

Nadie dijo una palabra durante varios segundos.

—Nos vieron —murmuró Fernando.

—No —dijo Héctor sin apartar la vista del camino—. Aún no.

El galpón apareció a lo lejos: una construcción vieja, sin letreros, olvidada en un callejón industrial. Héctor dobló con precisión, apagó el motor antes de llegar a la entrada y empujó la puerta metálica con el hombro.

—Bajen rápido —ordenó.

Entraron en fila. Nadie habló. Solo el sonido de sus pasos sobre el concreto, los cierres de las mochilas, el peso del botín cayendo sobre la mesa improvisada. El interior del galpón olía a polvo y aceite viejo. El mismo lugar donde habían dibujado los planos, memorizado rutas, armado un sueño torcido.

Ahora, era solo un escondite.
Y un silencio que ya no era cómplice, sino amenaza.

Lincoln se sentó en el piso, con las piernas aún temblorosas. Miró a John, que revisaba su mochila como si no llevara encima el secreto más grande de sus vidas.

—¿No encontraste nada, ¿verdad? —preguntó Lincoln, en voz baja.

John levantó la vista por un segundo.
—Nada que valiera la pena arriesgarlo todo.

Lincoln no respondió.

Pero en su cabeza, una idea empezaba a crecer.

El sonido de los cierres fue lo único que rompió el silencio del galpón cuando Fernando y Esteban colocaron las dos bolsas negras sobre la mesa metálica. Estaban sucias, llenas de polvo, pero pesaban como si llevaran ladrillos.

Lincoln se acercó lentamente. Michael ya estaba desenrollando las cintas de una de las bolsas.

Y cuando la abrió, el aire dentro del galpón se llenó de billetes.

Montones. Fajos perfectamente empaquetados. Casi todos de 100 dólares. Algunos con cintas del banco aún intactas.

—Mierda... —susurró Lincoln—. Nunca había visto tanto junto.

John se cruzó de brazos. Esteban se frotó las manos. Michael se mantuvo en silencio, pero sus ojos hacían los cálculos.

Comenzaron a contar. Sin prisa, pero con precisión. Usaron los fajos sellados como referencia: cada uno contenía 10,000 dólares. Iban apilando por montones, dividiendo con rapidez. No discutían. No había bromas.

Cuando terminaron, el total estaba claro: 320,000 dólares.

—Sesenta y cuatro mil para cada uno —dijo Michael finalmente, sin levantar la mirada.

—¿Justo? —preguntó John.

—Justo. Nadie arriesgó menos —afirmó Michael—. Nadie se lleva más.

Uno a uno, comenzaron a tomar su parte. Fajos envueltos en papel Kraft, divididos en paquetes más fáciles de esconder. Lincoln metió los suyos en una mochila escolar vieja que solía usar para el gimnasio. Le temblaban las manos, pero se obligó a no mostrarlo.

—¿Todos bien con eso? —preguntó Michael, mirando a cada uno.

Nadie objetó. Era tarde para reclamar.

Lincoln salió del galpón con la mochila al hombro. La calle seguía desierta. El sonido lejano de una sirena se confundía con el del viento.

Tomó el bus.

Se sentó al fondo, pegado a la ventana, con la capucha puesta y los audífonos desconectados solo para fingir que no escuchaba nada. La mochila iba en su regazo. Su mano la sostenía como si llevara dentro un corazón palpitante.

No podía dejar de pensar en su madre. En Cameron. En cómo les ocultaría esto. En dónde guardaría tanto dinero sin levantar sospechas.

Cada freno del bus le hacía saltar el estómago. Cada persona que se subía le parecía un policía de civil.
Cada cruce de miradas, una amenaza.

Cuando bajó en su barrio, no sintió los pies. Caminó las dos cuadras hasta su edificio como si flotara.

Entró en su apartamento, cerró la puerta, echó el cerrojo y bajó las persianas sin mirar por la ventana.

Solo entonces dejó caer la mochila en el sofá y se quedó de pie, frente a ella.

No podía tocarla.
No podía creerla.

Eran 64 mil dólares.

Lincoln no se movió durante un largo rato. La mochila seguía ahí, lanzada sobre el sofá como una presencia incómoda.
No parecía una fortuna.
No parecía lo que era.

Caminó hacia ella, se agachó con cuidado y la abrió.
Los fajos seguían intactos, ordenados, envueltos en bandas con códigos del banco.
Los tocó con la punta de los dedos, apenas.
No olían a éxito. Olían a polvo, a miedo, a ilegalidad.

Miró a su alrededor.

Su apartamento era pequeño, húmedo y mal iluminado. Las paredes tenían manchas de humedad en las esquinas. Nada allí estaba preparado para esconder dinero. Nada parecía digno de guardar algo así.

Buscó por instinto. Abrió la alacena donde solía guardar arroz y una lata de atún. Vacía. No servía.
Miró debajo del lavamanos del baño. Sucio, oxidado.
Descartado.



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En el texto hay: policial, gay, amor lgbt

Editado: 21.06.2025

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