Corazones bajo fuego

Capítulo 8

El reloj marcaba las 7:16 a. m. cuando Benjamín entró a su oficina en el edificio federal. Tenía una taza de café en una mano y el maletín en la otra.

Cuando se sentó en su escritorio notó que un nuevo correo lo esperaba en su bandeja de entrada.
Asunto: “Nivel 3 — Robo sucursal Sur. Acceso no autorizado (material clasificado)”

Lo abrió sin respirar.

El informe era claro y frío, como todos los que no querían decir demasiado.
Fecha del incidente: hace dos días.
Ubicación: Sucursal bancaria sin marca, operada bajo fachada por una empresa de valores.
Contenido sustraído: Carpeta sellada del compartimiento central de la bóveda inferior. Clasificación: restringido.
Sello de propiedad: FBI — División de Inteligencia Operacional.
Acceso no autorizado: Registro de tarjeta no oficial con entrada validada, sin rastro de salida formal.

Benjamín dejó el café sobre el escritorio, aún sin probar.

La palabra "bóveda" lo inquietó más de lo que debía.
Porque él sabía de esa bóveda. Sabía que ahí se guardaban cosas que el FBI no quería en sus oficinas. Copias. Material sensible. Restos de casos sin cerrar. Todo resguardado bajo la fachada de una simple “sucursal bancaria”, operada en realidad por una empresa de valores a la que le servía como pantalla.

Sabía que el movimiento de dinero era solo una actividad secundaria. Un disfraz. Nadie tendría razones para robar allí... a menos que supiera exactamente qué buscar. A menos que conociera la existencia de la bóveda y, más aún, que supiera que lo que contenía valía mucho más que cualquier fajo de billetes.

Pero lo más inquietante era que el archivo desaparecido no era cualquiera. Era el que llevaba el sello de “Operación Crowline”.

Benjamín no había trabajado en Crowline directamente, pero recordaba haberlo visto entre las carpetas antiguas de cruce de datos cuando estaba detrás de alguien más. De Douglas Jones.

Abrió su otra carpeta. La que tenía en pausa. El caso Jones. Lo volvió a revisar.

Las coincidencias eran demasiado limpias para ser casualidad.
Un robo, sin complicaciones. Tres minutos exactos. Una sola carpeta desaparecida.
Nadie roba con esa precisión… a menos que ya lo haya hecho antes.

Benjamín se reclinó en su silla y cerró los ojos por un momento.

La ciudad no te extrañaba, Jones… pero aquí estás de nuevo.

Jones estaba en libertad, sí. Teóricamente siendo inocente.

Pero había algo en esto que olía a su estilo. Y aunque los registros oficiales decían que el robo fue perpetrado por cinco individuos jóvenes y encapuchados, la ejecución tenía una firma que Benjamín conocía muy bien: la obsesión por entrar, no por el dinero… sino por lo que no debía tocarse.

Tomó su teléfono y marcó.

—Unidad de Rastreo de Accesos —respondió una voz al otro lado.

—Aquí agente Benjamín Strauss. Necesito un cruce urgente entre el registro de tarjetas utilizadas en la sucursal robada hace dos días y cualquier conexión previa con personal vinculado a Jones o a operaciones cerradas entre 2014 y 2020.

—¿Referencia del caso?

Benjamín apretó la mandíbula.

—Aún no hay una. Pero la habrá. Envíamelo en cuanto lo tengas. Gracias.

Colgó sin esperar más explicaciones.

Se quedó unos segundos en silencio, observando su reflejo en la pantalla negra del monitor auxiliar.

El atraco estaba ahí, cronometrado, limpio. Tres minutos. Cinco implicados.

Y lo más extraño: una sola carpeta robada de una bóveda con un montón de documentos sin acceso público.

No tomaron todo. Ni siquiera revisaron todos los documentos y carpetas. Fueron por una en específico. Como si ya supieran qué buscaban.

Benjamín se apartó de la pantalla, se cruzó de brazos y empezó a trazar mentalmente los elementos:
Un banco disfrazado.
Una bóveda con contenido del FBI.
Dinero robado.
Y una carpeta con un nombre que no se escuchaba desde hacía casi una década: Operación Crowline.

Una parte de él dudaba. Otra, no tanto.

Douglas Jones jamás se interesó por bancos de escala menor. Sus golpes eran masivos, espectaculares. Centrales de valores, centros logísticos, sistemas completos de transferencias.
Y sin embargo… si esa carpeta decía lo que Benjamín creía que decía… entonces tendría sentido.

Crowline había sido una operación encubierta que terminó a medias. Varios involucrados desaparecieron del mapa, y otros —como Jones— fueron capturados con pruebas circunstanciales, nunca directas.
¿Qué pasaría si esa carpeta contenía la pieza faltante para condenar a Jones?

Benjamín se levantó de la silla, cruzó su oficina y sacó del archivador una copia personal de su expediente sobre Jones. No oficial. Notas escritas a mano, con fragmentos no autorizados.

Pasó las páginas hasta encontrar la línea que buscaba.
Una referencia mínima, casi olvidada: registro cruzado entre Crowline y el nombre de Douglas Jones.
El documento estaba incompleto, tachado en la versión oficial. Solo sobrevivía en su carpeta.

—Ahí estás… —murmuró.

Caminó de vuelta a su escritorio, encendió la lámpara de lectura y se inclinó sobre el papel.

Su hipótesis crecía:
Fue Jones quien dio el golpe.

A pesar de que se llevaron dinero, el documento que extrajeron era mucho más importante.

Lo hizo para borrar algo.

Algo que, hasta ahora, había sobrevivido a todas las redadas, a todas las purgas.
Una carpeta. Un error.
Una que, si salía a la luz, podía desmoronar todo su mito de intocable.

Benjamín sabía que ese movimiento no era impulsivo.
Era preciso.
Calculado.
Y, sobre todo, necesario para alguien como Jones.

Pero había una pieza que no encajaba.

Jones nunca se ensuciaba las manos.
Si el golpe ocurrió, alguien más lo ejecutó.
Un equipo externo. Gente joven. Gente sin conexión aparente con él.
¿Quiénes eran? ¿Y cómo accedieron?



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En el texto hay: policial, gay, amor lgbt

Editado: 21.06.2025

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