Los días después del robo pasaron lentos.
No como esperaba.
Lincoln no se sentía más rico, ni más poderoso. Solo… más cansado.
No era capaz de conciliar el sueño por las noches, se sobresaltaba con cada golpe cercano a su puerta que no reconocía.
El dinero seguía bajo el colchón, dentro de la caja de zapatos aplastada, pero ya no lo revisaba a diario.
Era como tener una bomba dormida en la habitación.
Había intentado salir de casa esa mañana. Caminar unas cuadras, comprarse algo barato en la panadería del barrio, tal vez pasar por la casa de su madre, saludar a Cameron. Hacer que todo pareciera normal.
En la esquina, dos policías hablaban frente a una tienda de repuestos.
No lo miraron.
Pero Lincoln sintió cómo se formaba un nudo en su estómago.
Apuró el paso.
Caminó hasta la parada del bus y subió al primero que pasó.
Se sentó al fondo, junto a la ventana, con la capucha puesta. Afuera, la ciudad seguía funcionando.
Los niños corrían. Los autos pitaban.
Como si el mundo no se hubiera detenido unos días atrás, justo cuando él apuntó una pistola falsa al techo de un banco lleno de inocentes.
Bajó del bus a pocas cuadras de la casa de su madre.
El jardín seguía igual de descuidado.
Cameron fue quien abrió la puerta.
—¡Lin! —gritó el pequeño, abrazándolo de inmediato—. ¡Pensé que no vendrías hoy!
Lincoln le revolvió el cabello con una sonrisa forzada.
—Claro que sí, campeón.
Su madre apareció en la cocina, con la misma mirada de cansancio con la que cargaba hace años.
—Hola, hijo… llegaste justo para el almuerzo.
Comieron en silencio. Cameron hablaba de la escuela, de que quería una bicicleta nueva, de su nuevo amigo que tenía una consola de videojuegos.
Lincoln asentía y reía, pero no lo escuchaba.
Hasta que la voz del reportero de la televisión del fondo, lo hizo levantar la cabeza.
Un titular en rojo cruzaba la pantalla:
“Autoridades continúan investigando el robo a sucursal bancaria del sur. Aún no hay pistas firmes.”
Lincoln bajó la cabeza.
—¿Tú viste eso? —preguntó su madre, sin mirar a nadie en particular—. Qué horror… esos tipos ya no respetan nada.
Lincoln no respondió.
Solo tragó saliva.
Su madre lo miró de reojo. Lo conocía demasiado.
—¿Estás bien?
—Sí.
Siempre mentía bien.
Pero ese día, no tanto.
Cameron tiró de su brazo.
—¿Puedo tener una bici como la del vecino? ¡Esa roja!
Lincoln lo abrazó.
No dijo que sí. No dijo que no.
Porque no sabía si estaría ahí cuando llegara Navidad.
Después del almuerzo, su madre se quedó fregando los platos con las manos quietas, sumergidas en el agua jabonosa. Cameron ya se había ido al cuarto, probablemente a armar algo con sus juguetes de siempre, los mismos de hace tres años.
Lincoln se quedó sentado a la mesa, mirando el vaso de jugo a medio terminar.
Quería decirlo.
Decirle que no se preocupara más.
Que podía comprarle una lavadora nueva, pagar el arriendo adelantado, hasta llevar a Cameron a ver el mar.
Miró a su madre. Su espalda, delgada, cubierta por ese mismo delantal manchado. Sus brazos cansados. Su mirada perdida en el fondo del fregadero, como si fregara no solo los platos, sino los años que la habían golpeado.
Abrió la boca.
—Mamá…
Ella se giró, con una ceja apenas alzada.
—¿Sí?
Lincoln tragó saliva.
Tenía las palabras en la punta de la lengua.
Quiero ayudarte.
Tengo dinero.
No me preguntes cómo.
Pero entonces recordó el noticiero.
La forma en que ella negó con la cabeza cuando lo vio.
Su frase, aún flotando en el comedor:
“Esos tipos ya no respetan nada.”
Y supo que si le daba un solo dólar, ella ataría los cabos.
Porque lo conocía.
Porque conocía a su padre.
Porque ese miedo nunca la había abandonado del todo.
Así que mintió.
—Solo quería decir… que estoy buscando algo más estable. Un trabajo de verdad.
Ella lo miró unos segundos.
No dijo nada.
Pero luego sonrió.
Y asintió, como si necesitara creerlo tanto como él necesitaba que lo hiciera.
—Eso está bien, hijo.
Lincoln forzó una sonrisa.
—Sí… eso espero.
Se levantó, le dio un beso en la frente, y fue a buscar a Cameron para despedirse.
Mientras caminaba de regreso a casa, el peso de la mochila invisible —esa que ya no llevaba a la espalda, pero sí en la conciencia— se le clavó entre los omóplatos.
Había robado para ayudarlos.
Y no podía ni siquiera decirlo.
En otra parte de la ciudad, John levantaba la vista del plato frío que no había terminado.
Su apartamento temporal —un cuarto de alquiler con persianas torcidas y muebles que ya estaban viejos cuando los compraron— tenía una vista mediocre del andén, pero era suficiente para lo que necesitaba: observar sin ser observado.
Apoyó el codo en la mesa y entrecerró los ojos.
El auto seguía ahí.
Negro, ventanas polarizadas, estacionado en el mismo lugar desde hacía más de cuarenta minutos. No era un modelo raro. Ni particularmente sospechoso. Pero su instinto no necesitaba pruebas.
John sabía que estaba siendo observado.
Lo sabía como se sabe cuando algo va mal antes de que suene la alarma.
Aún así, salió. Lo peor que podía hacer era parecer nervioso.
Bajó por las escaleras laterales del edificio, cruzó la calle como si no tuviera prisa. Caminó una cuadra, luego otra. Entró en una papelería y pidió un encendedor. Ni siquiera fumaba. Solo quería saber si alguien lo seguía adentro.
Nadie entró.
Salió.
El auto negro ya no estaba.
No sonrió.
No se relajó.
Cruzó la calle con calma y se desvió por una ruta diferente a la habitual. Dobló hacia una avenida con más flujo de gente, donde podía esconderse mejor entre peatones y escapar de la vista directa. Fingía revisar su celular mientras miraba los reflejos en los vidrios de los locales.