Corazones de Papel

Capítulo 1

- Charlotte Ashford

La única preocupación de una chica normal de diecinueve años debería ser salir de compras con sus amigas, gastar el dinero de sus padres o, en casos más realistas, preocuparse por los estudios universitarios y el incierto futuro que le prepara esta injusta vida. Porque claro, ¿qué tantas responsabilidades puedes tener a esa edad? Tal vez aprender a ir al médico sin tu madre, descubrir cómo usar el formato APA sin llorar o simplemente sobrevivir a la adultez que recién comienza.

Lastimosamente, yo no era solo una chica normal de diecinueve años. Era nada más y nada menos que la hija del hombre más importante de todo el Reino Unido: August Ashford, el Primer Ministro.

Y sí, ya lo sé. Tal vez piensen que sueno engreída, que esta debería ser la vida soñada de cualquier joven. No voy a mentir: tiene sus beneficios. Estudiar en las mejores escuelas, la garantía de que jamás te faltará nada, vacaciones en cualquier parte del mundo, reconocimiento y respeto de los demás… la vida perfecta.
O al menos, eso parece desde fuera.

El problema es que esa perfección es solo una fachada. Una mentira cuidadosamente construida y mantenida a cualquier costo. Porque en mi familia, cada segundo está calculado, cada sonrisa ensayada, cada palabra revisada antes de pronunciarse. Vivir bajo la imagen de “la familia perfecta” es tan agotador que hasta respirar parece un acto de rebeldía.

Mi padre ha sido Primer Ministro desde que tengo memoria. Es amado y aclamado con locura, casi idolatrado en todo el país. Siempre en los titulares, siempre en las portadas. “El hombre que cambió Inglaterra”, dicen. Reformas, hospitales gratuitos, donaciones millonarias… un santo, según los medios.
¿El problema? Todo era parte del show. Cada gesto de caridad, cada sonrisa ante las cámaras era solo una jugada política más. Le importaba tan poco la gente que ayudaba como le importo yo.

Más que una familia, éramos una empresa. Y mantener las apariencias era el negocio más importante de todos. No había espacio para errores, ni para emociones, ni para ser yo.

Y por eso estaba ahí: frente a un mar de periodistas desconocidos, con sus perfumes caros, trajes elegantes y miradas llenas de morbo. Los flashes de las cámaras me cegaban, y el ruido de los reporteros se mezclaba en un zumbido constante, insoportable.

Mi padre estaba sentado entre mi madre y yo, en medio de una conferencia de prensa. El único motivo por el que estaba ahí era porque, desafortunadamente, mi llegada a Londres coincidió con su evento. Y como los padres ejemplares que son, no podían olvidarse de su hija, al menos no frente a las cámaras.

—…Y me siento tan afortunado de que se me siga presentando la oportunidad de velar por el bienestar de toda la población, principalmente de los jóvenes, que son el futuro de esta nación… —bla, bla, bla.

No podía seguir escuchando. Mi cerebro ya tenía un botón automático de “omitir” cada vez que mi padre hablaba.

Miré a mi alrededor buscando algo, lo que fuera, para distraerme. Pero era más de lo mismo: sonrisas falsas, aplausos falsos, vidas falsas. Bueno, salvo por la mujer de la peluca roja, la directora de marketing de la empresa de mi madre. Su cabello parecía un incendio en medio del salón. ¿No le pesará eso en la cabeza? Pude haber seguido haciendo teorías sobre su equilibrio capilar si no fuera porque una voz grave me devolvió de golpe a la realidad.

—Señorita Charlotte… señorita… —dijo un periodista mayor, atrayendo de inmediato todas las miradas hacia mí.

—¿Sí? —respondí, fingiendo interés.

Él sonrió. Esa sonrisa que solo da alguien cuando sabe que va a causar un desastre.

—Ahora que ingresará a la universidad, ¿se irá de casa? Digo, ¿seguirá el mismo camino empresarial que su hermano o trabajará junto a sus padres en la política?

Mi sangre se heló. Sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones y las manos me sudaban. Las miradas, los flashes, las cámaras… todo parecía caer sobre mí.

No era ningún secreto que mi hermano mayor se había distanciado de la familia, cortando toda relación con mis padres. Ellos, por supuesto, dieron la versión oficial: “quiere seguir su propio camino empresarial”. Pero todos —absolutamente todos— sabían que algo mucho más oscuro se escondía detrás de las paredes de lo que nosotros llamamos “hogar”.

Busqué con desesperación la mirada de mis padres, esperando una mínima señal de apoyo. Lo único que recibí fue esa mirada dura, fría, autoritaria. Un claro “responde la pregunta”.

Tragué saliva, forcé una sonrisa y miré directo a la cámara.

—Gracias por la pregunta —dije, intentando mantener la voz firme—. El qué será de mi futuro es una pregunta que he recibido mucho en los últimos meses…

Volví a mirar a mis padres. Su expresión inmutable, casi robótica, me enfureció. Ni una mínima reacción ante la mención de mi hermano. Nada. Fue entonces cuando dejé de pensar.

—Y la verdad —continué—, es que no lo sé. Definitivamente tomaré la decisión que más me convenga a largo plazo. Pero mis decisiones personales no son algo que deba ser de incumbencia de terceros.

El periodista frunció el ceño, insistiendo:

—¿Qué quiere decir con eso?

Y ahí sí sonreí, esta vez de verdad.

—Que no te importa.

Su cara fue majestuosa, lo juro. Esa expresión de asombro puro, como si no se lo esperara, fue gloriosa. Lo irónico es que él mismo había iniciado todo esto, así que su sorpresa era casi un acto de teatro gratuito.

Se oyeron murmullos nada disimulados. El típico sonido de teclados mecánicos y lápices golpeando libretas, como si el escándalo fuera música para sus oídos. Todos querían ser los primeros en publicar la noticia del día: “La hija del Primer Ministro le falta el respeto a la prensa nacional”. Qué titulares tan creativos, ¿no?

Fue entonces cuando mi madre, siempre tan oportunamente inoportuna, decidió intervenir. Hacía horas que no abría la boca, pero claro, cuando podía lucirse como madre ejemplar, jamás perdía la oportunidad.




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