Corazones de Sangre y Magia

Capítulo 1: El Espectáculo del Miedo

El frío era mi único compañero fiel, una segunda piel que no cedía ni ante el calor de la multitud enfebrecida. Había conocido el abrazo de la escarcha en los Alpes durante el reinado de Carlomagno, había sentido el mordisco del viento ártico mientras las hordas de Gengis Khan arrasaban ciudades enteras. Trescientos años de inviernos habían enseñado a mi carne muerta a encontrar consuelo en la ausencia de calor. Era más honesto que el fingido ardor de la sangre ajena corriendo por mis venas.

La soledad, mi única certeza en una existencia que se extendía como una noche interminable, pesaba sobre mis hombros con la familiaridad de una armadura oxidada. Para mí, Elian—un nombre que había adoptado en esta época porque sonaba lo suficientemente común para pasar desapercibido—, el mundo no era más que un escenario grotesco donde la crueldad humana se repetía en un bucle interminable. Había visto caer el Imperio Romano, había caminado entre las cenizas de Constantinopla, había observado la Peste Negra devorar Europa como una bestia hambrienta. Cada función era más predecible que la anterior, cada acto de barbarie un eco de miles que había presenciado antes.

Había visto la muerte danzar en mil formas distintas, había olido el miedo en incontables almas que temblaron ante mi presencia sin saber por qué, y ya nada de ello lograba conmover el hielo perpetuamente enquistado en mi pecho. Mi corazón había dejado de latir para sostener la vida hacía tanto tiempo que ya no recordaba el ritmo que una vez marcó mis días mortales.

Aquella noche de octubre de 1524, la plaza pública de Viena era un hervidero de sudor rancio, alcohol barato que apestaba a cebada podrida, y esa expectativa sanguinaria que se alzaba de las multitudes como vapor tóxico. El aire estaba espeso, cargado con el humo acre de antorchas de sebo, el aroma grasiento de salchichas asándose en puestos improvisados, y esa electricidad sórdida que solo precede a un espectáculo de dolor ajeno. Era un olor que conocía bien: la excitación malsana de los humanos ante la desgracia de sus semejantes.

Yo era un espectro más entre las sombras, apoyado contra la fría piedra de un arco gótico cuyas gárgolas parecían observar la escena con la misma fascinación mórbida que la plebe. Mis ojos, adaptados a percibir el más mínimo temblor en la penumbra, podían distinguir cada rostro entre la muchedumbre: comerciantes que habían cerrado sus tiendas temprano para no perderse el espectáculo, madres que alzaban a sus hijos pequeños para que vieran mejor, ancianos que movían sus labios desdentados en lo que podría haber sido oraciones o maldiciones.

La atracción principal era un joven ladrón—no podía tener más de veinte años—, demacrado por semanas de cautiverio y con los ojos desorbitados por el terror que convertía su rostro en una máscara de puro pavor animal. Forcejeaba inútilmente contra las cuerdas que le ataban las manos a la espalda, y cada movimiento desesperado arrancaba rugidos de aprobación de la multitud. Su delgadez hablaba de hambre, de una desesperación que lo había llevado a robar una hogaza de pan, y ahora pagaría ese bocado con su vida.

El verdugo, un hombre corpulento de expresión aburrida y brazos como troncos de roble, ajustaba la soga con la práctica monotonía de quien realiza un trabajo rutinario. Sus manos, manchadas permanentemente por años de tocar la muerte, trabajaban con una eficiencia mecánica que me resultaba familiar. Yo también había desarrollado esa misma indiferencia profesional hacia la violencia.

Valerius, mi compañero inmortal desde hacía casi un siglo, surgió de entre la muchedumbre como una sombra elegante y cínica. Su aroma—tierra húmeda de cementerio mezclada con vino añejo de monasterios saqueados—precedió su llegada como siempre. A diferencia de mí, él no se molestaba en ocultar completamente su naturaleza; había algo en su porte que hacía que los mortales se apartaran instintivamente de su camino sin saber por qué.

—Elian —murmuró, su voz un susurro sedoso que cortaba el bullicio como una daga bien afilada—. ¿No te hastía ya este teatro de miserias? Es como observar a las hormigas aplastarse unas a otras en el mismo camino, día tras día, siglo tras siglo. Podríamos estar cazando algo más… sustancioso.

Sus ojos dorados se posaron en una joven noble que observaba desde un balcón ornamentado, su cuello blanco y expuesto brillando bajo la luz de las antorchas como una invitación. Valerius siempre había tenido debilidad por la sangre aristocrática; decía que tenía un sabor más refinado.

Mis ojos, entrenados por tres siglos de cacería y supervivencia, no se apartaron del patíbulo donde el joven ladrón había comenzado a rezar con los labios temblorosos.

—Al menos aquí —respondí, y mi voz sonó tan fría y quebrada como el hielo bajo la helada de enero— no se molestan en disfrazar su hambre con poesía. Su voracidad es honesta, primitiva. No hay pretensiones de nobleza o justicia divina.

Valerius esbozó una sonrisa afilada, mostrando apenas el filo marfil de un colmillo. Era un gesto que había perfeccionado para intimidar, aunque conmigo perdía todo su efecto.

—Disfruta del festín, entonces. Yo prefiero el sabor directo de la fuente, sin las impurezas del miedo colectivo.

Se desvaneció entre la gente con esa gracia sobrenatural que los de nuestra especie poseíamos, dejándome solo con el crescendo de los gritos de la plebe que alcanzaba su clímax. Respiré hondo, llenando mis pulmones inmortales con el olor de la histeria colectiva, ese perfume acre de la humanidad en su estado más primitivo. La monotonía era un veneno de acción lenta, y esta noche, como tantas otras durante las últimas décadas, me inyectaba una dosis que debería haber sido letal si algo en mí aún fuera capaz de morir.

Hasta que ella apareció.

No fue un destello cegador que partiera la noche en dos. No fue un trueno que callara los gritos de la multitud. Fue algo mucho más poderoso y sutil: un silencio.




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