Había algo profundamente perturbador en la manera en que Elian me miraba, como si estuviera memorizando cada línea de mi rostro para un momento en que ya no pudiera verme. Sus ojos, de un azul tan pálido que parecía hielo bajo la luz de la luna, tenían una calidad tradicional que no concordaba con su apariencia aparentemente joven. Eran los ojos de alguien que había visto demasiado, que había cargado con secretos durante más tiempo del que cualquier alma debería soportar.
Cuando pronunció mi nombre—“Lysandra”—fue como si lo hubiera estado guardando en algún rincón sagrado de su memoria, esperando el momento perfecto para liberarlo. Y cuando él me dijo el suyo, “Elian”, sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral que no tenía nada que ver con el frío de la noche vienesa. Era reconocimiento puro, como si mi alma hubiera estado buscando ese nombre en particular durante toda mi vida sin saberlo.
La plaza se había vaciado completamente ahora, dejándonos solos bajo las estrellas que parpadeaban entre las nubes como ojos curiosos. Las antorchas que quedaban encendidas proyectaban sombras danzantes sobre los muros de piedra, creando un teatro íntimo donde solo existíamos nosotros dos. El aire olía a cera derretida y a algo más sutil, más extraño: un aroma que no podía identificar pero que me resultaba familiar de una manera que me inquietaba y me consolaba a la vez.
“¿Dónde vive?” preguntó, y había una urgencia contenida en su voz que no entendía del todo. “No puede quedarse sola después de lo que hizo. Habrá quien haya notado… irregularidades.”
La palabra “irregularidades” sonó extraña viniendo de él, como si fuera un eufemismo para algo mucho más peligroso. Pero tenía razón, por supuesto. La magia siempre había sido mi secreto más celosamente guardado, algo que practicaba solo en la soledad de mi pequeña habitación o en los bosques que rodeaban la ciudad, donde nadie podía ver las luces que brotaban de mis dedos o escuchar las palabras antiguas que susurraba para sanar heridas o calmar dolores.
“En una pensión cerca del mercado,” admití, y me sorprendió mi propia honestidad. No solía confiar tan fácilmente en extraños, pero había algo en Elian que desmontaba todas mis defensas habituales. “La habitación más pequeña del último piso. No es mucho, pero es mío.”
Sus ojos se ensombrecieron, y pude ver que su mente trabajaba rápidamente, calculando riesgos que yo no podía ver. “No. No esta noche. Tal vez no por varios días.” Su mano se alzó como si fuera a tocar la mía, pero se detuvo a medio camino, suspendida en el aire entre nosotros como si hubiera recordado algo que lo hiciera retroceder. “Tienen maneras de encontrar a quienes usan… habilidades como las suyas.”
“¿Quiénes son ‘ellos’?” pregunté, aunque una parte de mí ya conocía la respuesta. Había crecido escuchando historias susurradas sobre los Cazadores de Brujas, esos hombres sombríos que aparecían en pueblos donde habían ocurrido cosas inexplicables, dejando cenizas y dolor a su paso.
“Gente que no comprende que hay diferentes tipos de magia,” respondió, y en su voz había una amargura que hablaba de experiencia personal. “Gente que ve poder y asume maldad, que confunde la capacidad de sanar con la voluntad de dañar.”
Me llevó a través de calles serpenteantes que yo no conocía, aunque había vivido en Viena durante tres años. Él se movía con una confianza felina a través de callejones que parecían demasiado estrechos para dos personas, pero que de alguna manera nos acomodaban sin que nuestros cuerpos se tocaran. Su paso era tan silencioso que a veces me detenia para asegurarme de que aún estaba ahí, y cada vez que lo hacía, lo encontraba observándome con esa intensidad que me hacía sentir como si fuera la única persona en el mundo.
“¿Cómo sabe tanto sobre la magia?” le pregunté mientras doblábamos otra esquina, alejándonos cada vez más del corazón de la ciudad hacia zonas que parecían olvidadas por el tiempo.
Se detuvo tan abruptamente que casi choqué con él. Durante un momento largo y cargado de tensión, permaneció de espaldas a mí, sus hombros rígidos bajo lo que parecía una capa hecha de la misma oscuridad que nos rodeaba. Cuando finalmente se dio la vuelta, había algo en su rostro que no había estado ahí antes: vulnerabilidad.
“Porque he visto muchas cosas que no debería haber visto,” dijo, y cada palabra parecía costarle un esfuerzo físico. “He vivido más tiempo del que cualquier persona tiene derecho a vivir, Lysandra. Mucho más tiempo.”
El aire entre nosotros se espesó, cargado con el peso de una confesión que podía cambiarlo todo. Pero en lugar de miedo, sentí una curiosidad intensa, una necesidad de conocer todos sus secretos, sin importar cuán oscuros fueran.
“¿Qué significa ‘mucho más tiempo’?” pregunté, y mi voz sonó más firme de lo que me sentía.
Él cerró los ojos, como si estuviera reuniendo coraje para algo que había evitado decir durante mucho, mucho tiempo. Cuando los abrió de nuevo, ya no eran completamente humanos. Había algo en ellos que brillaba con una luz interior que no era del todo natural, algo que debería haberme aterrorizado pero que, de manera inexplicable, me tranquilizó.
“Significa,” dijo lentamente, “que cuando era joven como usted lo es ahora, Europa era un lugar muy diferente. Significa que he visto caer imperios y nacer otros. Significa que dejé de contar cumpleaños cuando llegué a los primeros cien años.”
Las palabras cayeron entre nosotros como piedras en agua quieta, creando ondas que se extendían hacia significados que mi mente luchaba por procesar. Cien años. Más de cien años. Era imposible, y sin embargo, mientras lo miraba—realmente lo miraba—podía ver la verdad de ello en las líneas finas alrededor de sus ojos que no eran de edad sino de cansancio profundo, en la manera en que sostenía su cuerpo como si llevara el peso de siglos sobre sus hombros.
“¿Cómo?” fue lo único que pude susurrar.