El refugio al que me llevó Elian no era lo que esperaba. En mi mente había imaginado algún tipo de guarida siniestra, tal vez una cripta abandonada o una torre en ruinas que concordara con las historias que había escuchado sobre vampiros. En cambio, me encontré frente a una casa modesta pero bien cuidada en un barrio tranquilo, el tipo de lugar donde vivirían artesanos prósperos o comerciantes de clase media. Las ventanas tenían contraventanas de madera tallada, y un pequeño jardín florecía frente a la puerta principal, lleno de hierbas que reconocí por sus propiedades medicinales: lavanda, manzanilla, romero.
“¿Vives aquí?” pregunté, incapaz de ocultar mi sorpresa.
Su sonrisa fue suave, casi tímida. “Los monstruos también necesitamos un hogar, Lysandra. Y he descubierto que el mejor lugar para esconderse es a plena vista, viviendo una vida que parece tan normal que nadie se molesta en mirar dos veces.”
Abrió la puerta con una llave que sacó de algún bolsillo oculto de su capa, y me hizo un gesto para que entrara primero. El interior era incluso más sorprendente que el exterior. La casa estaba limpia y ordenada, con muebles de buena calidad pero sin ostentación. Había libros por todas partes—no solo en estantes sino apilados en mesas, en el suelo, en cada superficie disponible. Los títulos que pude ver incluían obras de filosofía, medicina, historia, astronomía, y varios en idiomas que no reconocí pero que parecían muy antiguos.
“¿Los lees todos?” pregunté, pasando mis dedos por el lomo de un volumen que parecía tener siglos de antigüedad.
“Cuando tienes eternidad por delante,” dijo, cerrando la puerta tras nosotros y echando no uno sino tres cerrojos diferentes, “leer se convierte menos en un pasatiempo y más en una necesidad. La mente necesita ocupación, o la locura se convierte en una posibilidad muy real.”
Me moví por la habitación principal, tocando objetos que contaban la historia de una vida mucho más larga y compleja de lo que había imaginado. Había un telescopio junto a una ventana que daba al este, mapas de lugares que reconocí y otros que parecían ser de continentes que no existían en ningún atlas moderno, e instrumentos científicos cuyo propósito no podía ni adivinar.
“¿Cuánto tiempo has vivido realmente?” pregunté, deteniéndome frente a una pintura que mostraba una ciudad que se parecía a Viena pero con arquitectura que era claramente mucho más antigua.
“Trescientos años este invierno,” respondió, y había una pesadez en su voz que hablaba del peso real de esos siglos. “Nací durante el reinado del emperador Federico III, morí durante una epidemia de peste cuando tenía veinticinco años, y desperté tres días después como algo completamente diferente.”
Se acercó a una mesa donde había una botella de vino y dos copas, como si hubiera estado esperando visita. Sus movimientos eran fluidos, gráciles, pero podía ver la tensión en sus hombros. Estar aquí conmigo, compartir este espacio íntimo, era claramente algo que no había hecho en mucho tiempo, tal vez nunca.
“¿Cómo sucedió?” pregunté. “¿Tu transformación?”
Sus manos se detuvieron sobre la botella. Por un momento pensé que no iba a responder, que había empujado demasiado lejos demasiado rápido. Pero entonces comenzó a hablar, su voz baja y controlada, como si estuviera recitando una historia que se había contado a sí mismo tantas veces que había perdido su poder emocional.
“Había una mujer,” comenzó. “Se hacía llamar Seraphina. Era hermosa de una manera que te dolía mirarla, con cabello tan negro que parecía absorber la luz y ojos que cambiaban de color según su estado de ánimo. Llegó a nuestra ciudad durante los peores días de la peste, cuando la gente moría más rápido de lo que podíamos enterrarlos. Se ofreció como sanadora, y por un tiempo, parecía que realmente podía curar la enfermedad.”
Sirvió el vino en las dos copas, pero no me ofreció la mía aún. Sus ojos estaban fijos en algún punto distante, viendo un pasado que yo solo podía imaginar.
“Yo era… ingenuo. Optimista. Creía que podía salvar a todos, que mi devoción y mi trabajo duro serían suficientes para detener la muerte que arrasaba nuestra comunidad. Cuando enfermé, Seraphina vino a mi lecho de muerte y me ofreció una elección: morir como los demás, o vivir para siempre con el poder de nunca volver a sentirme indefenso ante la muerte.”
“¿Y elegiste vivir?”
Su risa fue amarga. “Elegí la vida sin entender verdaderamente lo que significaba. No sabía que viviría para ver morir a todos los que amaba de vejez natural mientras yo permanecía exactamente igual. No sabía que tendría que alimentarme de otros para mantener mi propia existencia. No sabía que el precio de nunca sentirme indefenso sería convertirme en la cosa de la cual otros se sienten indefensos.”
Finalmente me ofreció la copa de vino. Nuestros dedos se rozaron cuando la tomé, y pude sentir que su piel se había calentado ligeramente desde que habíamos entrado a la casa, como si mi presencia tuviera algún efecto en su temperatura corporal.
“¿La has visto de nuevo? ¿A Seraphina?”
“Una vez, hace unos cincuenta años. Me dijo que había elegido sabiamente, que había florecido como vampiro de maneras que ella no había anticipado. Aparentemente, la mayoría de los que ella transforma se vuelven bestias dentro de las primeras décadas, perdidos en el hambre y la sed de sangre. Pero yo…” Se encogió de hombros. “Supongo que soy testarudo incluso en la muerte. Me negué a perder mi humanidad completamente.”
Bebí un sorbo del vino. Era excelente, con un sabor complejo que hablaba de años de maduración. “¿Es difícil? ¿Mantener tu humanidad?”
“Algunos días más que otros. Hay momentos en que el hambre es tan intensa que apenas puedo pensar en otra cosa que no sea el pulso de sangre en las venas de las personas que pasan junto a mí. Hay noches en que la soledad es tan abrumadora que considero simplemente… rendirme. Dejar que la bestia tome control y vivir como el monstruo que se supone que soy.”