El hambre llegó como siempre lo hacía: gradual al principio, como una sed que podría ignorarse, luego con la fuerza de un martillo golpeando desde adentro, demandante e imposible de negar. Había pasado demasiado tiempo desde mi última alimentación, y la presencia de Lysandra—su sangre fluyendo tan cerca, tan tentadoramente accesible—había acelerado mi necesidad más de lo que había anticipado.
Desperté antes que ella, como siempre hacía al atardecer, pero esta vez no fue la tranquilidad lo que me recibió sino una urgencia feroz que hizo que mis colmillos se extendieran involuntariamente. El sonido de su corazón latiendo a centímetros de mí era como una sinfonía de tentación, cada pulso enviando ondas de hambre a través de mi sistema nervioso muerto.
Me alejé de la cama con movimientos rígidos, luchando por mantener control mientras mi cuerpo gritaba por sustento. Trescientos años de práctica me habían enseñado a manejar estas crisis, pero nunca antes había tenido que hacerlo con alguien tan precioso durmiendo tan cerca, tan vulnerable, tan completamente confiando en mí.
Me dirigí hacia la cocina con pasos silenciosos, intentando poner distancia entre mi naturaleza hambrienta y la mujer que había comenzado a significar más para mí que mi propia existencia. Saqué una botella de vino de mi reserva especial—no vino común, sino sangre que había adquirido de maneras que prefería no examinar demasiado de cerca en momentos como estos. Era sangre vieja, fría, sin vida, pero serviría para calmar la bestia lo suficiente como para funcionar.
Estaba a punto de beber directamente de la botella cuando escuché sus pasos suaves en las escaleras de madera. Mi cuerpo se tensó como un resorte comprimido, cada instinto depredador alertándome de la proximidad de presa. Pero no era presa, me recordé violentamente a mí mismo. Era Lysandra. Era preciosa. Era mía para proteger, no para consumir.
“Elian,” su voz soñolienta flotó hacia mí, y el sonido hizo que mis colmillos se extendieran aún más. “¿Estás bien?”
Me di la vuelta lentamente, intentando mantener mi rostro en sombras para ocultar la transformación que sabía que había ocurrido. Mis ojos, lo sabía por siglos de experiencia, habrían adquirido ese brillo azul hielo que los acompañaba cuando el hambre se volvía crítica. Mi piel habría perdido el calor que había ganado en su presencia, volviendo a la palidez marmórea de mi verdadera naturaleza.
“Deberías volver a la cama,” dije, mi voz saliendo más áspera de lo que había pretendido. “Aún es temprano.”
Pero ella no se retiró. En cambio, se acercó más, y pude ver el momento exacto en que notó la botella en mi mano, el líquido rojo que obviamente no era vino. Sus ojos se agrandaron, pero no con horror como había esperado. Fue reconocimiento lo que vi allí, comprensión que llegó sin pánico.
“¿Tienes hambre?” preguntó, su voz extraordinariamente calmada.
La pregunta era tan simple, tan directa, que por un momento no pude responder. En todos mis años, nadie había preguntado sobre mi hambre de manera tan casual, tan libre de juicio. La mayoría de las personas corrían o atacaban cuando se enfrentaban con lo que realmente era. Lysandra simplemente preguntó si tenía hambre, como si fuera la cosa más natural del mundo.
“Sí,” admití finalmente, sintiendo que mi control se deslizaba más. “Más de lo que debería. Tu presencia… intensifica ciertas necesidades.”
En lugar de retroceder, se acercó otro paso. Pude escuchar su pulso acelerarse ligeramente, pero no era miedo lo que lo causaba. Era algo más, algo que no me atrevía a nombrar.
“¿Duele ser tú?” preguntó, y la pregunta me golpeó como un puño al pecho.
Nadie—nadie en trescientos años—me había preguntado sobre mi dolor. Habían preguntado sobre mi peligro, mi naturaleza, mis intenciones. Pero nunca si dolía ser lo que era, cargar lo que cargaba, existir como existía.
La botella se deslizó de mis manos temblorosas, estrellándose contra el suelo de piedra y salpicando sangre fría en todas direcciones. El sonido me sobresaltó de vuelta al presente, donde Lysandra me observaba con una expresión de compasión tan pura que casi me envió de rodillas.
“Cada día,” susurré, la verdad arrancándose de mí como si hubiera estado esperando siglos para ser liberada. “Cada noche. Duele estar rodeado de vida cuando estás muerto. Duele recordar lo que se sentía ser humano cuando ya no puedes ser nada más que una parodia de ello. Duele amar la humanidad cuando eres precisamente la cosa que la humanidad ha aprendido a temer con razón.”
Mis colmillos estaban completamente extendidos ahora, mi verdadera naturaleza imposible de ocultar. Mis ojos brillaban con esa luz antinatural, y sabía que mi apariencia debía ser aterradora. Era el monstruo en su forma más básica, la bestia que había aprendido a usar máscara humana pero que nunca podría ser verdaderamente humana.
Esperé que corriera. Esperé gritos, horror, el tipo de rechazo que había aprendido a anticipar cada vez que alguien veía lo que realmente era.
En cambio, se acercó más.
“Ven,” dijo suavemente, extendiendo su mano hacia mí como si fuera algo precioso en lugar de peligroso. “Siéntate conmigo. Déjame ayudar.”
“No puedes ayudar,” dije, mi voz quebrada por siglos de dolor finalmente encontrando expresión. “Nadie puede. Esto es lo que soy, Lysandra. Esto es lo que seré para siempre. Un monstruo que se controla, pero monstruo al fin.”
Pero ella no se dejó disuadir. Me tomó de la mano—mi mano fría, pálida, completamente inhumana—y me guió hacia el sofá donde había estado sentado la noche anterior. Cuando intenté resistir, cuando el hambre rugió en protesta por estar tan cerca de lo que necesitaba pero no podía tomar, ella simplemente apretó mi mano más fuerte.
“Háblame de la soledad,” dijo cuando finalmente me senté, rígido y tenso como un alambre a punto de romperse. “Cuéntame cómo se siente estar vivo durante siglos sin verdadera conexión.”