Si tuviera que describir el inicio de mi vida, la etapa fundacional donde todo lo importante se instaló en mi alma, diría que fue pintado con los colores más alegres y sin mezcla alguna, sin la sombra de un solo gris. Mi existencia comenzó como un lienzo puro, inundado de luz. Desde la cuna, mi universo se dibujó con los trazos más sencillos y luminosos: el juego incansable, la felicidad simple que brotaba de las cosas pequeñas, la calidez inconfundible de la familia que me protegía como un escudo invisible, y el eco dulce y constante de las risas de mis amigas que rebotaban en el aire de las tardes. La vida, para mí, no era un plan o una meta, sino una melodía constante de diversión inagotable, una pieza musical que sonaba siempre con una armonía perfecta y sin pausas, sin ninguna nota fuera de lugar. Era la seguridad de una canción de cuna que nunca terminaba.
Los días, en mi memoria, parecían literalmente tejidos con hilos de oro, brillantes e irrompibles. Cada amanecer traía consigo la certeza de un buen momento, la promesa de una aventura, aunque solo fuera construir un fuerte de sábanas. El sol resplandecía con una energía que no conocía el ocaso, prometiendo una eternidad de días soleados y veranos interminables. Y las meriendas de la tarde sabían de una forma profunda e inconfundible, a unas dulces promesas que nunca se desvanecían ni se rompían: el sabor del chocolate tibio que me reconfortaba el cuerpo y el alma, y el pan recién hecho con esa corteza crujiente, degustados siempre con la prisa bendita de quien debe volver de inmediato a la aventura de sus juegos. Recuerdo la voz de mamá, ese llamado tierno, lleno de un amor que yo sentía infinito, que con solo tres palabras suaves marcaba el fin absoluto del día y me sacaba del jardín, llena de tierra. El abrazo sólido de papá al regresar del trabajo, un gesto que unía su cansancio con su amor, y que me hacía sentir la persona más importante y segura de todo el mundo, capaz de enfrentar cualquier monstruo bajo la cama. Y recuerdo, con esa nitidez que solo tiene la infancia, los secretos compartidos con mis amigas bajo el sol del recreo, esas alianzas selladas con juramentos de dedo meñique que se sentían más fuertes que cualquier ley escrita. La confianza era total, la lealtad, absoluta.
Yo no conocía otra forma de amor que no fuese la pura entrega: la que se ofrece de forma espontánea sin pedir nada a cambio, sin llevar la cuenta de lo que se ha dado o lo que se espera recibir. Era un afecto que se encontraba en la quietud de una mirada atenta que me vigilaba sin invadir mi espacio, en la firmeza silenciosa de una mano que te sostiene justo antes de que te caigas de un columpio o al saltar a un charco, en un "todo va a estar bien" susurrado justo a tiempo cuando el miedo asomaba por una pesadilla. Amar, para mí, era sinónimo de presencia constante, cariño y confiable, de un cuidado meticuloso y diario en cada detalle, de la emoción impaciente que me hacía correr a esperar a alguien en la puerta del jardín, de la urgencia inocente de correr a abrazar sin motivo aparente, de solo dar afecto sin medida y con el corazón totalmente abierto. Cada uno de esos gestos, pequeños en su tamaño pero repetidos sin falta, era un ladrillo esencial en la construcción de mi paz interna, mi fortaleza más grande. No había dolor, solo la cura.
Vivía completamente blindada por afectos que eran tan sencillos en su forma como gigantes en su significado, gestos cotidianos que, en la geografía inmensa de mi corazón de niña, eran pilares inamovibles, bases que yo creía que sostendrían el cielo. Creía con una fe inquebrantable, la más fuerte y pura que existe, que esa pureza, esa armonía, sería mi destino eterno; que el amor era esa fórmula mágica y completa que resolvía todos los problemas antes de que surgieran, un refugio seguro al que siempre podía volver, un brazo que cura las heridas visibles e invisibles del alma, una mano que jamás, bajo ninguna circunstancia, se soltaba, palabras que tenían el poder real e irrefutable de calmar cualquier tormenta o duda. Mi horizonte se extendía tan claro y predecible como un día de verano sin una sola nube. Era una promesa.
Todo era tan bello, tan increíblemente alegre, tan fácil de vivir. Mi pequeño mundo era, simplemente, perfecto, una obra de arte inmaculada. La rutina era mi amiga, la felicidad, mi compañera de juego. Las lágrimas solo duraban lo que tardaba un abrazo. Sentía que mi vida ya estaba completa, que el mapa ya estaba dibujado.
Y, sin embargo, en el borde de esa perfección tan absoluta, en esos ratos de silencio justo antes de que el sueño llegara a mí, a veces se alojaba en el fondo de mi mente la pregunta, pequeña y susurrante, que un día lo cambiaría todo para siempre, rompiendo esa burbuja:
¿Qué podría, realmente, salir mal? ¿Y si algo pudiera salir de lo peor, tendría solución?