Corazones En El Limbo

Capitulo 2 — Sin definición

Términe el jardín, y comencé la primaria, con la extraña incomodidad de los zapatos nuevos, rígidos y duros, que me hacían caminar de forma torpe y muy consciente de mis propios pies. Eran un peso que se sumaba a la responsabilidad. Llevaba la mochila rosa, un objeto que se sentía desproporcionadamente grande y pesada sobre mis hombros pequeños, casi inclinándome hacia atrás bajo su volumen. Aquel primer día, el aire en los pasillos infinitos de la escuela olía a una promesa de papel y mina, un aroma penetrante de libros nuevos, aún sin usar, y lápices recién afilados que prometían mundos enteros por descubrir en cada página. Era el olor de lo desconocido. Yo me sentí invadida por una mezcla inquieta de emoción por la novedad que se abría ante mí y un temor dulce, suave, pero constante y persistente: iba a estar rodeada de rostros desconocidos, de reglas nuevas, en un mundo mucho más grande que el patio de mi casa, un lugar que aún no sabía cómo nombrar ni cómo recorrer sin tropezar. Era la primera vez que la vida me sacaba de la burbuja protectora familiar, y el mundo se sentía vasto y sin un mapa claro. Me sentaba en el pupitre, agarrando con fuerza los bordes de la mesa.

Y entonces, sin previo aviso ni ceremonia alguna, en medio del murmullo general y el caos ordenado del aula, donde cincuenta niños trataban de encontrar su lugar, llegó él. Su entrada no fue ruidosa, sino una presencia que, de alguna manera, reordenó el aire.

Se llamaba Mateo, un nombre que me tomó más tiempo del que debería grabar en la tapa de mis cuadernos, como si mi mente supiera que era una palabra importante y no quisiera soltarla o escribirla mal. Tenía el cabello indomable, que se negaba a quedarse quieto y le caía en mechones revoltosos sobre la frente, obligándolo a soplar ligeramente para verlo mejor. Y tenía unos ojos hermosos, tan vastos y profundos como el color del mar en un día despejado de verano, que parecían contener el cielo. Eran unos ojos que parecían mirarlo todo, con una calma que no era propia de un niño de seis años. Se sentaba dos bancos por delante del mío, y esa corta distancia entre nosotros se sentía a la vez inmensa, infranqueable por la timidez, y demasiado cercana, porque solo levantar la vista ya lo encontraba. A veces, sin buscarlo, sentía su mirada fija en mí por unos segundos, como una caricia silenciosa que me calentaba la nuca y me obligaba a enderezar la postura, justo mientras la maestra dictaba las primeras letras grandes y redondas en el pizarrón verde. En esos momentos, toda mi concentración para copiar la tarea, para seguir la línea, se desvanecía por completo en el aire, reemplazada por la sensación de ser vista.

Cuando sus ojos finalmente me encontraron, en ese cruce fugaz de pupilas infantiles que no mienten, yo no entendía la sacudida interna, esa electricidad extraña que recorría mi cuerpo desde el estómago hasta el pecho. No sabía explicar por qué el recreo, que siempre duraba tan poco para todos los juegos, parecía expandirse en el tiempo, haciéndose eterno, cuando me hablaba, cuando su voz se dirigía a mí, era como si las manecillas del reloj se hicieran lentas solo para nosotros dos, no hablabamos mucho ni jugabamos en todo el recreo, porque cada uno teniamos a nuestro grupo de amigos, pero aún así, él hacía que todo a mi alrededor se moviera a otro ritmo, a una cadencia más pausada y significativa. Era un hechizo sutil.

Un día, en un momento de pausa en la clase de dibujo, mientras yo luchaba con una mancha de lápiz que parecía imposible de borrar, con la naturalidad de quien presta un tesoro de gran valor y no espera nada a cambio, me extendió su goma de borrar, pulcra y nueva. La miré y la acepté con una reverencia interna.

Luego, mientras estabamos haciendo un dibujo en par de dos, me dijo algo tan simple que me desarmó por completo y me dejó sin palabras para defenderme: "Pareces una rosa". El color de esa flor subió de inmediato a mis mejillas, pintándolas de un rojo vivo y ardiente que sentí que todos podían ver. Yo no encontré ni una sola palabra para devolverle el cumplido o para darle las gracias, mi voz se había quedado atrapada. Simplemente me quedé inmóvil, sintiendo el calor del rubor y el peso de su atención.

Yo no tenía un nombre, ni una etiqueta, para esa sensación nueva que me había regalado su simple frase. Era una mezcla extraña y viva de felicidad, vergüenza y asombro, como un repentino aleteo de mariposas nerviosas en el estómago que nunca se cansaban de volar. No sabía si esa inquietud dulce, esa alegría mezclada con miedo, era exclusivamente por él, por el ambiente totalmente nuevo y vasto de la escuela que me asustaba, o por algo más grande que no cabía en mi explicación de niña. Pero él estaba ahí, siempre, en su asiento de madera, y el simple conocimiento de su existencia hacía que todo el entorno del salón de clases se sintiera, inexplicablemente, más bonito, más lleno de sentido y con una luz especial que no venía del sol. Él era un punto fijo, mi ancla silenciosa, en mi día a día, y mucho más cuando compartiamos la misma mesa.

Pasaron los días, las semanas, los meses, la infancia se devoraba a sí misma. Se cambiaron las estaciones, las decoraciones del pizarrón y los dibujos en las paredes...y una mañana, sin anuncio, sin una nota de despedida, sin un "hasta pronto", su silla amaneció vacía. La madera, antes cálida por su presencia, se sentía fría y muda, y esos dias que compartiamos lugar, se sentian vacíos.

Su mochila azul con el dibujo de un astronauta sonriente ya no colgaba de su silla; su voz suave y su risa se habían esfumado de las filas para ir al comedor. La maestra informó a la clase, con una sencillez brutal, como si hablara del tiempo o del cambio de hora, que Mateo se había cambiado de escuela, a una ciudad lejana. La palabra "lejana" resonó como un eco hueco en mi corazón y en mi mente.

Recuerdo haberme quedado mirando su asiento vacío, fijo en el hueco que había dejado en el aula, esperando el imposible regreso, sabiendo, con esa tristeza punzante y cruel que solo se siente en la infancia ante una pérdida injusta, que no ocurriría. Deseaba que por arte de magia el desordenado de su pelo apareciera en la puerta, que la maestra se hubiera equivocado en el nombre.



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En el texto hay: fantasia, destino, amor

Editado: 10.11.2025

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