Seis años pasaron, esos años que se hacen eternos, que, al mirar hacia atrás, parecieron pasar en un abrir y cerrar de ojos, que sin que me diera cuenta se deslizaron sobre mi vida como agua corriente, llevando consigo los ecos lejanos de la infancia sin que yo apenas me diera cuenta de su partida. Era un ciclo que se cerraba con una rapidez inquietante. Al cruzar el umbral imponente de la secundaria, esa gran puerta de metal y cristal que prometía libertad y misterio a partes iguales, la certeza inamovible de la infancia se desmoronó casi por completo, como un castillo de arena golpeado por una marea inesperada y fuerte. Fue un despertar brusco, una bofetada de realidad que resonó en mis oídos. Caí en la cuenta, con una lucidez casi dolorosa y a veces totalmente abrumadora, de que el mundo real era infinitamente más vasto, mucho más complicado, lleno de matices, y menos predecible de lo que mi mente simple había imaginado desde mi pequeña burbuja protegida. La vida, descubrí con un nudo en la garganta, no era solo una sucesión constante de juegos, afectos fáciles y garantías eternas. La simplicidad había terminado.
Junto con la adolescencia, irrumpieron en mi paz la duda punzante, la inseguridad recién estrenada y una avalancha de cambios imparables, que me afectaban tanto en mi cuerpo que se transformaba, como en mi cabeza que se llenaba de ruido. Eran realidades complejas, llenas de dolor y de elecciones difíciles, que siempre habían existido alrededor, en la vida de los adultos que yo creía que tenían todo resuelto, pero que recién ahora, con mis ojos abiertos y mi mente en ebullición constante, empezaba a percibir y a sentir su peso real sobre mis hombros. Era como si alguien, de repente, hubiera encendido la luz en una habitación oscura y polvorienta que nunca supe que existía, revelando todo lo que había estado oculto bajo la alfombra de la niñez. Me sentía desorientada por el exceso de información.
A veces, la melancolía me asaltaba sin avisar, cómo una ola fría y repentina, dejando en mi alma un anhelo profundo y punzante por aquella etapa dorada donde todo se sentía lineal, seguro y simple. Recordaba la paz de no cuestionar nada, de simplemente aceptar las respuestas de mis padres. Ahora, la complejidad se adhería sin permiso a cada pensamiento, a cada pequeña decisión que tomaba, desde qué ropa ponerme para encajar hasta cómo responder una pregunta en clase sin parecer tonta. La niebla emocional, densa y confusa, me impedía saber con certeza lo que realmente sentía en mi corazón: ¿era una tristeza genuina, era rabia contra el mundo adulto que se me imponía, o solo el inevitable y agotador proceso del crecimiento?. Al hacerme estas preguntas, el estrés me alcanzaba inevitablemente por el hábito nuevo y agotador de pensarlo todo en exceso, de darle demasiadas vueltas a las cosas y de analizar cada gesto, cada palabra, pregunta, y cada silencio. Me sentía una extraña, una inquilina nueva y poco bienvenida en mi propia cabeza, luchando por encontrar un manual de instrucciones que no existía.
En la secundaria, empecé a observar, con una atención nueva y curiosa, que cada rostro a mi alrededor, incluso el de mis amigas más cercanas con las que compartía secretos, llevaba consigo sus propias batallas silenciosas, sus propios secretos a flor de piel que se notaban en la tensión de su mandíbula y sus silencios cargados de significado. El mundo ya no se dividía en un estricto blanco o negro, en bueno y malo, como en los cuentos sencillos que leía de niña. Descubrí que existían muchos grises inexplorados, tonalidades que lo complicaban todo. Había silencios cargados de significado que gritaban más fuerte que las palabras más ruidosas, y había grandes preguntas que solo podía responderme yo misma, sin la ayuda de nadie que pudiera darme la respuesta verdadera: ¿Quién soy, realmente, más allá de lo que esperan mis padres y los profesores, más allá de mi rol en el grupo de amigas? ¿Qué me nutre de verdad, me da energía y me hace sentir viva y auténtica, y qué debo dejar ir para poder crecer y avanzar sin lastimar a nadie? Era un examen constante, agotador y sin fecha de finalización, de mi propia existencia. La búsqueda de la identidad se había convertido en mi tarea más difícil.
Aunque esta etapa de incesante cuestionamiento, de búsqueda de identidad a ciegas y de ensayo y error continuo, resultaba a menudo confusa y, a veces, totalmente abrumadora por la cantidad de emociones intensas y contradictorias que manejaba, era también, en el fondo de mi ser, increíblemente emocionante y vital. Sentía que estaba en pleno cambio, en medio de una metamorfosis interna imparable que me preparaba para algo grande, para una vida que valía la pena vivir con todos sus riesgos. Y entendí que esa transformación, esa ruptura con la niñez, no era una condena o un castigo por dejar la inocencia, sino el turbulento, pero prometedor inicio de mi propio camino, de una vida donde yo, por primera vez, era quien tenía el poder y la responsabilidad de decidir el rumbo y el destino. Estaba rompiendo el caparazón y, aunque dolía con cada grieta, era una liberación.
Me fascinaba la idea de ser un misterio para mí misma, de tener un potencial que aún no había explorado. La secundaria no era solo un lugar de estudio, sino un laboratorio de mi propia alma. Sentía que cada día me acercaba un poco más a la mujer que estaba destinada a ser. Me prometí ser honesta con esa nueva complejidad.