Mi vida cambió mucho más de lo me imaginaba, adquiriendo un significado y colores nuevos, cuando lo conocí en el laberinto bullicioso y confuso de la secundaria. Yo vagaba sin rumbo fijo entre clases interminables y pasillos atestados, sintiéndome aún una extranjera, una observadora tímida en ese nuevo mundo lleno de preguntas sin respuesta y grupos cerrados. La soledad se sentía pesada. Y él, de repente, apareció. Al principio, solo me observaba desde lejos, con una curiosidad que yo sentía en mi espalda, y me ofrecía sonrisas tímidas que yo no me atrevía a devolver por completo, por miedo a invitar algo que no entendía. Esta danza silenciosa de miradas y gestos duró semanas enteras, alargándose más de lo que la lógica indicaba, hasta que, un día cualquiera que se volvió inmediatamente memorable, reunió el valor suficiente en su corazón para acercarse y hablarme. Yo no sabía entonces que ese simple gesto iba a reescribir mi historia.
Se presentó con una franqueza y una sencillez que desarmaban cualquier barrera emocional que yo pudiera haber levantado. No usó rodeos. Me preguntó algo simple sobre la tarea de matemáticas, pero desde ese momento, la conversación nunca cesó, extendiéndose sin esfuerzo en el tiempo y cubriendo cada tema imaginable, desde sueños ridículos hasta miedos profundos. En pocas semanas ya éramos amigos inseparables, unidos por una conexión rápida e inusual, y con el paso de los meses, nos convertimos en mejores amigos, sellando un pacto silencioso de lealtad absoluta. Nos entendíamos sin palabras, teniamos una amistad que muy pocos pueden tener, una amistad singular, única, que se sentía diferente a cualquier otra relación que yo hubiera tenido, había una capa de profundidad, una quietud especial entre nosotros que no podía definir.
Él estaba siempre presente, con la solidez de una roca. Se convirtió en mi pilar incondicional, mi punto de referencia firme, tanto en mis momentos difíciles de duda y melancolía adolescente, como en la alegría desbordante de los pequeños triunfos cotidianos. Me cuidaba con una atención que iba más allá de lo fraternal, me escuchaba sin juzgar mis pensamientos más extraños o mis inseguridades más oscuras, y me integraba a su mundo y a sus planes con una naturalidad tan grande que me hacía sentir casi una más de su familia. Era mi ancla segura en el mar revuelto de la adolescencia, el faro que me impedía perderme en la niebla emocional. La seguridad que me daba era total.
Su afecto constante, su profunda comprensión de mis silencios y sus ideas, y su lealtad a prueba de todo, fueron germinando dentro de mí de una forma lenta, silenciosa, pero firme e inevitable. Esa admiración profunda, esa gratitud por su presencia, comenzó a transformarse, lentamente, en algo mucho más profundo y vital que la simple amistad. Era una sensación tan nueva, tan expansiva y tan vital que recién pude entenderla con la ayuda de mi madre, que me explicó y le puso un nombre a esa sensación hermosa y a la ves algo abrumadora que yo percibía: el amor. Un amor intenso, honesto, que había nacido sin que yo registrara el momento exacto de su llegada, como una flor abriéndose de noche. Y la gran pregunta, punzante y constante, se instaló en mi mente y no me dejaba tranquila ni de día ni de noche: ¿él sentiría lo mismo por mí, o solo me veía, como muchos decían, como una hermana del alma, una compañera de aventuras?. Solo el tiempo, me repetía yo con una paciencia que me resultaba artificial, podría revelar esa verdad que tanto ansiaba conocer.
Así seguí, balanceándome con delicadeza en la cuerda floja entre la esperanza desmedida y la duda paralizante, hasta que una mañana cualquiera desperté con una sensación distinta que me llenaba el cuerpo de una ligereza desconocida. Mi energía era espléndida, inexplicable, como si hubiera bebido el sol directamente. Sentía, sin razón aparente o lógica, que el mundo entero, con sus misterios y sus retos, se había puesto de mi lado, que ese día iba a ser especial, marcado en el calendario de mi vida. Al llegar al liceo, lo vi esperándome en la entrada, como de costumbre, con esa sonrisa suya que lograba que el ambiente a mi alrededor se volviera radiante, cálido y lleno de posibilidades.
—¡Buenos días! — me saludó con un entusiasmo que me pareció inusual, quizás excesivo para una simple y ordinaria mañana de clases. Noté un matiz diferente en su voz, una vibración contenida que no le era propia, como un instrumento desafinado por la emoción...¿nerviosismo?, ¿ansiedad?, ¿alegría desbordada?. No lograba identificarlo con claridad, pero sí lograba sentirlo, resonando con fuerza en mi propio pecho, amplificando mi propia excitación.
Hablamos un poco sobre las tareas pendientes y los planes tontos del fin de semana, pero había una tensión suave y electrizante entre las palabras, como la calma antes de la tormenta. Durante el recreo, me condujo sin decirme a dónde íbamos, guiándome con la mano suavemente, hacia el rincón tranquilo y escondido del patio, ese lugar secreto donde solíamos vaciar el alma y hablar de todo, y de nada importante, sin temor a ser escuchados o interrumpidos. Allí, sacó algo de su bolsillo y me ofreció una barra de chocolate, un gesto sencillo, pero significativo que evocaba aquellos primeros días de nuestra amistad.
Con voz suave y una pequeña risa nerviosa que denotaba cariño y una gran vulnerabilidad, me preguntó:
— ¿Te acuerdas de esto?, siempre decías que el chocolate es capaz de arreglar cualquier día, sin importar lo mal que empezara, que era tu magia personal.
— Y lo sigo creyendo, con toda mi fe intacta — respondí, tomando la barra, esforzándome mucho por ocultar el torrente de nerviosismo que me invadía y que sentía que iba a desbordarme en cualquier segundo, revelando mi corazón.
Se instaló entre nosotros un silencio prolongado, que se extendió por segundos que se sintieron como minutos, pero no era un silencio incómodo o vacío, no era de esos que hay que llenar. Al contrario, era uno lleno de significado, denso y profundo. Ambos parecíamos saber, sin necesidad de hablar, que estábamos al borde de un cambio monumental, que algo muy importante iba a pasar, aunque ninguno quería ser el primero en romper el hechizo mágico que nos envolvía.