Transcurrió el tiempo, lleno y redondo, en una órbita suave y predecible junto a él. Mi vida había alcanzado una cota de felicidad que se sentía no solo hermosa, sino casi perfecta, inexpugnable, como una fortaleza construida con afecto y certeza. Cada día que pasaba, cada mirada que compartíamos, cada plan tonto que hacíamos para el futuro cercano, me reafirmaba en la certeza profunda de que yo era profundamente amada y especial. Sentía que había encontrado el refugio definitivo, la respuesta a la gran pregunta de la vida que me había asaltado al dejar la niñez. Y, sin embargo, justo en medio de tanta plenitud, cuando todo en mi mundo debía ser paz inquebrantable, una sensación extraña, sutil y completamente ajena a mi realidad se negaba a desaparecer. Era un cosquilleo inquietante, una frecuencia desconocida, como si un diapasón invisible vibrara en el aire que me rodeaba solo en los momentos de quietud absoluta, como si esperara pacientemente a que yo dejara de pensar en la felicidad terrenal para manifestarse en toda su intensidad.
A veces, cuando estaba sola en mi habitación, o en el silencio denso y profundo de la biblioteca vacía, captaba un murmullo sutil, apenas audible, casi como el roce de dos telas finas, como si el viento mismo se esforzara por articular un mensaje importante que se perdía en el último segundo antes de llegar a mi conciencia. Otras veces, era una luz fugaz, un destello inesperado que rompía la oscuridad, un relámpago sin sonido ni tormenta, que se colaba por el borde de mi visión periférica y desaparecía por completo en el instante exacto en que volteaba la cabeza para buscar su origen. Lo atribuí al cansancio acumulado por los estudios, a ilusiones ópticas comunes causadas por el estrés, o a que mi mente jugaba conmigo, intentando justificarlo con la lógica férrea de nuestro mundo, pero jámas sin perder el lado bueno, siempre manteniendo mi felicidad a pesar de las dificultades. Pero la recurrencia, la obstinada insistencia de estos fenómenos, se volvió imposible de ignorar y de justificar con lógica. Era una presencia que se instalaba, y eso me generaba rabia de no poder encontrar el sentido de estas cosas tan raras que me estaban pasando.
No se lo mencioné a nadie, ni siquiera a él, mi gran confidente, mi ancla. ¿Cómo podía describir algo tan efímero y extraño, algo que ni yo misma lograba entender o atrapar? ¿Diría que oía al viento susurrar palabras sin sentido o que veía colores que no existían en el espectro normal? Guardé el silencio absoluto, con la firmeza de quien oculta un tesoro peligroso, manteniendo la fachada de que todo estaba en perfecto orden y que mi mundo seguía siendo el cuento de hadas que todos veían. Mientras tanto, en mi interior, la semilla de una intensa curiosidad crecía sin control, alimentada por ese misterio que se negaba a marcharse de mi vida.
La situación pasó de ser una rareza ocasional a una presencia incómoda que me acompañaba a todas partes. Empecé a sentir una leve presión en el pecho, una anticipación constante.
Y en una tarde, mientras regresaba a casa, caminando sola por una calle tranquila que conocía de memoria, el fenómeno se intensificó con una fuerza aterradora. Sentí el aire volverse instantáneamente denso y pesado a mi alrededor, como si la atmósfera se hubiera llenado de agua tibia. Un brillo extraño, de un color que se sentía antinatural, que no pertenecía a este mundo ni a su paleta de colores, cruzó fugazmente mi camino, justo frente a mí, durando un poco más de lo habitual. Me quedé inmóvil, helada en mi sitio, el corazón galopando descontrolado y dándome golpes en el pecho, totalmente incapaz de dar el siguiente paso. Estaba convencida de que esta vez, el destello no se iría, que se quedaría para revelarse. Pero al parpadear, ese brillo se había disuelto por completo, dejando solo el aire normal y la luz anaranjada del atardecer.
Sacudí la cabeza con fuerza, intentando convencerme de que todo había sido producto del agotamiento, sabiendo que no, pero deseando que así fuese. Aun así, esa sensación de ser observada, de ser el centro de una atención invisible que me analizaba, persistía con una tenacidad irritante, como si algo estuviera en espera, calculando el momento preciso para revelarse de forma definitiva y sin marcha atrás. Sentía que mi vida se jugaba en ese cálculo.
No sabía qué entidad era, si se trataba de un algo sin conciencia o de un alguien que me seguía, ni por qué se manifestaba única y exclusivamente ante mí, justo cuando mi vida era más feliz, descartando el estrés de mis estudios, pero sabiendo que a pesar de que eran tan agobiantes, me abririan caminos y oportunidades increibles, pero justo ahora no nesesitaba mas complicaciones, y mucho menos necesitaba de misterios. Solo sabía que, por más que intentara ignorarla, esa presencia se estaba volviendo un misterio imperioso, un llamado ineludible que pronto, muy pronto, exigiría ser afrontado. La perfección de mi vida, ese cuento de hadas que había construido con tanto amor, podría llegar a romperse... o tal vez no. Pero algo que si sabía, era que el camino me guiaría hacía mi destino, y que ese destino no se conformaría con medias tintas.