Seguí cruzando. Cada vez que lo hacía, al pasar por la luz brillante, sentía que algo importante dentro de mí crecía mucho y me daba una alegría especial y bonita. La luz, ese portal pulsante en el callejón, me ofrecía lecciones vitales sobre el asombro puro, la posibilidad infinita y la certeza rotunda de que mi capacidad de amar, de albergar afectos complejos, era mucho más vasta de lo que mi vida terrenal y las convenciones sociales me habían permitido imaginar. En el otro lado, las horas se deslizaban con una fluidez que no conocía el calendario. Él, el Guía de ojos verdes marino, era la encarnación de la paciencia: nunca pedía ni reclamaba exclusividad; su única presencia era, en sí misma, una enseñanza constante para escuchar la honestidad de mi pulso y confiar en mis propias emociones, incluso cuando eran contradictorias. Me enseñaba a distinguir el ruido del mundo de la voz clara de mi destino.
Pero el regreso a casa siempre se sintió como un golpe de realidad. Volver a mi mundo era como aterrizar bruscamente después de un vuelo silencioso. La presión regresaba al pecho, la prisa volvía al tiempo. Mi pareja me esperaba en la sala, confiando plenamente, compartiendo su vida, sus risas y esas pequeñas costumbres que tanto amaba y que constituían el tejido de nuestra vida juntos. Cada beso, cada abrazo, cada gesto cotidiano de amor tangible me recordaba la fuerza innegable de la elección que hice primero, de la historia que construimos desde cero. Su amor era tangible, seguro, mi necesidad de él tan vital como el aire que respiraba. Él representaba la tierra firme, el calor conocido.
A menudo me sentaba en mi habitación, con los ojos cerrados, sintiendo la dualidad exacta en mi pecho. Un lado se sentía caliente y seguro, protegido por el amor terrenal y conocido. El otro vibraba, inquieto y totalmente desconocido, lleno de la promesa de la verdad. Amaba a los dos con una sinceridad que me aterraba: a uno con quien compartí casi toda mi vida, con una historia profunda y cimientos sólidos; y con el otro una fuerte conexión que no comprendía, que se sentía kármica, pero que algún día, yo sabía que entendería. Esta conexión, sin historia, pesaba más que toda mi vida pasada.
Mientras caminaba por aquel mundo ajeno, entre las flores que contenían memorias líquidas y los castillos etéreos, el Guía me tomó del brazo con una firmeza inusual, deteniendo mi paso. Sus ojos verdes se alinearon en los míos, irradiando seriedad. Susurró, y su voz no fue la campana, sino una sentencia tranquila:
—Sé que lo amas allá. Sé que eres fiel a tu elección y a tu palabra. Eso no te hace débil, te hace profundamente humana, capaz de amar más allá de los límites que te impusieron. Pero debes prepararte: pronto, muy pronto, tendrás que tomar una decición. No podrás seguir dividiéndote sin que el mundo te exija una respuesta definitiva. La grieta se está cerrando.
Sentí un escalofrío helado que me recorrió la columna, a pesar del aire cálido del otro mundo. Sabía que el momento llegaría, pero hasta entonces, solo podía sostenerme en la promesa de la honestidad radical que hice, respetando la vida que había construido y el misterio que ahora me definía. Me prometí ser leal a ambos, aunque eso significara mi propia agonía.
Al volver a casa esa tarde, al verlo, supe que él percibía mi lucha. No necesitaba palabras para leer mi alma. Mi mirada estaba a veces perdida, mis manos inquietas, el silencio se instalaba cuando mi mente viajaba hacia el otro lado, hacia el Guía y sus enseñanzas. Me pregunté cómo compartir esta verdad sin destruirlo, cómo explicarle que mi corazón estaba dividido pero no roto, que su lugar en mi vida era innegociable, y que el otro amor era, ante todo, una conexión fuerte, un llamado del destino, no una simple infidelidad emocional. El día de la cena, aquella noche fatídica en la que la verdad se hizo insoportable, se lo dije todo. Pero ahora, después de la confrontación, la conexión con el Guía era aún más fuerte, como si la honestidad hubiese sellado mi destino.
Se lo dije, porque se lo prometí, sin mentiras ni engaños, desnudando mi alma ante el hombre que amaba. Él escuchaba, a veces con preocupación visible en el ceño, otras con una paciencia infinita que me hacía sentir más culpa que cualquier otra cosa. Aprendimos a convivir con la verdad a los medios, con los silencios y con miradas que entendían más de lo que las palabras podían expresar.
Todo esto, esta existencia doble, no era solo una aventura de fantasía, sino un entrenamiento emocional doloroso y esencial: aprender a amar sin destruir, a sentir sin traicionar la esencia del vínculo, y a aceptar que el amor adopta formas múltiples, aunque el camino que yo debía seguir fuera uno solo. La presión de la inminente elección se intensificaba con cada cruce.