Ya no fue un cruce cauto, lleno de duda y miedo, sino una zambullida desesperada y ciega hacia la verdad. La elección se había vuelto demasiado pesada, la incertidumbre, una carga insoportable que me doblaba la espalda. Sentía que mi vida en el mundo terrenal se sostenía por un hilo. El aire a mi alrededor vibraba con un murmullo suave, persistente, como si aquel mundo entero, con sus castillos flotantes, sus ríos de luz y sus flores de memoria, me susurrara la verdad esencial que mi conciencia terrenal ya no podía ni debía ignorar. La sensación de ser esperada era palpable, me envolvía en una manta de energía que me acogía y me reconocía desde un tiempo anterior al tiempo. Caminé lentamente, hipnotizada, siguiendo la luz que siempre me llamaba, convertida ahora en un río de colores conocido y extrañamente familiar, una matriz de energía pura que me sostenía. Al llegar frente al hombre de ojos verdes, cuyo rostro era la calma misma, la encarnación de la quietud y la paciencia infinita, mi corazón se aceleró con una mezcla punzante de anhelo y terror ante lo que sabía que venía, pero la serenidad inmutable de su presencia era un contrapeso perfecto para el caos interno que me devoraba.
Él no me miró con juicio, con la rabia del celoso o la decepción del abandonado, sino con una profunda y melancólica ternura, el afecto milenario de alguien que ha esperado pacientemente eones, viendo pasar la vida sin poder vivirla.
—Cada vez que vienes —me dijo con voz cálida, que era a la vez un bálsamo reconfortante y una punzada dolorosa en mi pecho—, traes un pedazo de tu mundo contigo. Tu amor, tus recuerdos, tu vida, tu compañero. Todo eso, que es tan humano y tan real, me toca... y me empieza a doler. Ya no es sostenible. La energía de la grieta no puede sostener esta dualidad por mucho tiempo más. Es hora qué sepas la verdad, mi dulce luz —al pronunciar esas últimas palabras, extendió su mano y me tocó con la punta de los dedos en la frente, justo en el punto donde se creía que residía la memoria del alma. En ese instante, el mundo de luz a nuestro alrededor se detuvo. El tiempo se congeló, se hizo un silencio absoluto. Sus palabras no resonaron en el aire, sino directamente en mi alma, invocando en mi mente una oleada de imágenes vívidas, dolorosamente reales, que se desplegaron ante mí como un pergamino antiguo y sagrado que se abría en el universo.
Vi el pasado. Vi el NOSOTROS.
Nosotros en la playa, no una playa cualquiera de vacaciones, sino nuestra playa, con la arena fría y húmeda bajo los pies descalzos y el rugido rítmico del océano como única música y testigo de nuestra vida juntos. Nosotros en el patio trasero de una casa, nuestra casa, mirando las estrellas del cielo despejado en las noches de verano, hablando tranquilamente de sueños infantiles y planes de futuro, abrazados, sintiéndonos el centro de todo. Sentí la familiaridad absoluta del peso exacto de su brazo alrededor de mis hombros, el calor de su aliento en mi cabello, la comodidad total de cada gesto. Eran recuerdos que mi mente terrenal, al reencarnar para esta nueva vida, había sellado bajo siete llaves para que pudiera vivir mi nueva existencia sin fantasmas del pasado, pero que mi corazón, al cruzar el velo de la grieta, liberaba con una urgencia irrefrenable. Reconocí cada lunar, cada cicatriz emocional, cada risa compartida.
Y entonces, la última imagen. El final de aquella vida y la promesa final. La única frase que logré escuchar con una claridad ensordecedora, como si me hubieran susurrado al oído desde la eternidad:
Prométeme que si hay otra vida me vendrás a buscar, Sax.
Eran mis palabras, mi voz juvenil y vibrante, dicha con una sonrisa llena de una certeza inocente e inquebrantable y mis ojos brillantes, iluminados por las estrellas que mirábamos en aquel cielo.
Te lo prometo mi amor, te buscaré hasta la última gota que quede en este mundo, jamás te olvidaré.
Mi respiración se cortó. El nombre, el apodo íntimo, Sax. El juramento sagrado. El Guía no era solo una conexión poderosa; no era un nuevo amor que desafiaba mi vida actual. Era el eco vivo de un amor antiguo, eterno, inquebrantable, un lazo gemelo que había trascendido la muerte y la reencarnación para cumplir una promesa sellada entre dos almas que se pertenecían. Comprendí en un instante que el Guía, osea Sax, que él fue el amor de mi vida, mi media naranja, y esa conexión inexplicable que sentía era la resurrección de una vida pasada, la resonancia de nuestro pacto.
El Guía, mi Sax, me miró, y las lágrimas silenciosas que corrían por su rostro etéreo, sin tocar el suelo de energía, lo confirmaron todo, eran lágrimas de espera infinita que por fin terminaba. Lágrimas que no eran de tristeza, sino de liberación.
—Vine por ti, a cumplir la promesa inquebrantable que sellamos en la vida que ya pasó. Cuando mi tiempo en la Tierra terminó por los años de mi cuerpo, mi alma fue llamada a la elección definitiva que se ofrece a quienes aman sin límites: un camino que muy pocos tienen la oportunidad, solo los qué prometen algo en la vida con todo su ser. Me ofrecieron tomar el camino de la reencarnación, abrazar una vida terrenal normal y olvidarte para siempre para encontrar la paz del olvido, o renunciar a esa paz. Elegí quedarme aquí, en esta delgada costura entre los mundos, en este exilio voluntario, como guardián de la promesa, esperando el día en que tu alma recordara el camino. Elegí esperarte, eligiendo el dolor de la ausencia sobre el confort del olvido. Elegí la promesa.
—Y sé que amas a tu compañero actual —continuó, su voz cargada de una comprensión inmensa, sin un gramo de celos, solo aceptación y respeto por mi vida—. No es tu culpa, mi luz. Es la vida. Es la naturaleza de la existencia terrenal, que te adaptó a él, a la calidez de su rutina, a la realidad que tejiste a su lado. Yo lo sé, y lo acepto con el corazón tranquilo. No te pido que reniegues de la vida que tienes. Por eso vine, no a robarte, sino para recordarte tu verdad y que puedas elegir con honestidad absoluta, sin autoengaños.