El mundo no había cambiado, pero todo en él se sentía restaurado. El cielo era del mismo azul, las calles seguían llenándose de gente apresurada, y el sol calentaba mi rostro con la misma familiaridad de siempre. Sin embargo, para mí, el mundo había adquirido una nueva capa de nitidez, como si por primera vez mis ojos vieran la realidad sin el velo distorsionante del secreto y la doble vida. La grieta se había cerrado, no solo en el callejón, sino dentro de mi pecho. El susurro que había sido mi constante durante meses había cesado, reemplazado por un silencio profundo y una calma que nunca antes había conocido.
Me levanté esa mañana con una ligereza que me era ajena. La sensación de culpa, ese peso constante que me había acompañado de dos amores y en cada excusa dada, se había evaporado. Me miré al espejo y vi a la mujer que había sido antes de que el destino viniera a buscarme, pero con una madurez ganada a fuerza de enfrentar verdades imposibles. Había un brillo en mis ojos que no era de ansiedad, sino de certeza. Mi destino eterno estaba sellado, pero mi presente era libre.
Él estaba en la cocina, preparando café, con esa costumbre ruidosa que tanto amaba. Me acerqué y lo abracé por detrás. Aspiré el olor de su camisa, la mezcla de café y su propia fragancia, y me sentí completamente en casa. No había rastro en sus ojos de la conversación trascendental de hacía apenas unas horas. Tal como Sax me había prometido, la memoria del Guía, la Ley Mayor y el sacrificio se habían desvanecido, liberándolo del peso de una verdad que no le pertenecía. Para él, yo simplemente había resuelto mis "problemas de estrés" y había vuelto a ser su compañera en plenitud.
—Estudiaste mucho, ¿verdad? Estás más tranquila —me dijo, girándose para besarme la frente.
—Sí, mucho. Resolví todo lo que tenía pendiente —respondí, y la frase, aunque vacía de su verdadero significado cósmico, era la verdad.
Nos sentamos a desayunar. El pan tostado y el silencio compartido nunca habían sabido tan bien. Me miró con un cariño simple y profundo, sin esa sombra de duda que se había instalado en los últimos meses. Su amor, despojado del tormento del engaño (que para él nunca existió), se sentía más puro, más tangible que nunca. Era el amor que yo había elegido para esta vida.
Honrar mi juramento se convirtió en mi nueva misión. Prometí amarlo en esta vida, sin reservas, y esa promesa se volvió la fuente de mi felicidad. Ya no había ausencias, ni miradas perdidas en el teléfono. Cada cena, cada paseo, cada película en el sofá era un acto de gratitud. El amor se hizo cotidiano, sencillo, real. Aprendí a apreciar la belleza profunda de la normalidad. La certeza de que el destino eterno me esperaba me permitía vivir el presente sin urgencia, sin ansiedad.
Un día, caminamos por el callejón, y el sitio para él era solo eso: un callejón sombrío y sucio. Me detuve un instante, esperando alguna punzada de nostalgia o conexión, pero no sentí nada. Solo la vaga, dulce sensación de que una parte de mi historia se había cerrado allí. Era la paz de la renuncia, no la tristeza. El amor de Sax no se había desvanecido, sino que se había transformado en una certeza que residía en la base de mi alma, un destino en suspenso.
Mi vida se reanudó. Me dediqué a mi carrera, a mi familia, a los planes a largo plazo que antes había temido hacer por la incertidumbre de la grieta. Él y yo empezamos a hablar de proyectos futuros, de un viaje, quizás de una casa. Esas conversaciones ya no estaban teñidas por mi secreto. Eran promesas sólidas.
Comprendí que la verdadera enseñanza del Guía no fue la necesidad de elegir entre dos amores, sino la necesidad de elegir la verdad en cada vida. Y la verdad para esta vida era él: mi compañero, mi tierra firme. El sacrificio de Sax, y el sacrificio inconsciente de mi pareja al liberarme en su corazón, me había regalado lo más preciado: la capacidad de amar sin miedo en esta existencia.
Mire a mi compañero una noche, mientras dormía a mi lado, con una sonrisa serena en el rostro. Su amor me había anclado a la Tierra, y el amor de Sax me había prometido la eternidad. Yo era una mujer con dos amores inmensos, pero con una sola vida para vivir en el presente. Y esa vida era con él. La espera por el destino de mi alma ya no era una condena, sino una dulce promesa.