Los días se transformaron en meses con una dulzura inesperada. La vida, que antes había sentido como una serie de compromisos que me ataban, se convirtió en una elección consciente y preciosa. La ausencia del secreto era un bálsamo que sanaba todas las heridas que la dualidad había causado. Ya no había necesidad de medir mis palabras, de justificar silencios o de buscar excusas para mi melancolía. Mi corazón, liberado de la necesidad de dividirse entre dos mundos, se dedicó por completo a la realidad que había elegido amar.
Nuestra relación floreció con una honestidad y una profundidad que nunca antes había conocido. Aunque él no recordaba el origen de nuestra crisis ni el sacrificio que hizo, en el núcleo de nuestro vínculo persistía una integridad recién descubierta. Habíamos superado algo grande, aunque él no supiera qué, y ese esfuerzo compartido se sentía en la forma en que nos mirábamos, en la confianza implícita que rodeaba cada gesto.
A diferencia de antes, cuando mi mente estaba constantemente en la grieta, ahora estaba completamente presente. La lección de Integridad que Sax me había dado se había convertido en el mantra de mi vida terrenal. Aplicaba esa enseñanza a todo: en mi trabajo, en mis amistades, y especialmente en mi relación. No se trataba solo de no mentir; se trataba de alinear mis acciones con mis sentimientos, de vivir sin fisuras internas. Y en ese proceso, mi amor por mi compañero se hizo más grande, más sólido, más tangible. Era un amor con cimientos que el tiempo y la verdad ya no podían erosionar.
Empezamos a planear, no con la incertidumbre que me había paralizado en el pasado, sino con la certeza de un futuro compartido. Compramos un pequeño apartamento con un balcón soleado, que se convirtió en nuestro refugio. Decorarlo juntos, elegir los colores de las paredes y la disposición de los muebles, eran actos de fe en la vida que construíamos. Cada decisión era una reafirmación de que yo pertenecía a este espacio, a este tiempo, a este hombre.
En ocasiones, sin embargo, la sabiduría del otro lado emergía de forma sutil. Al enfrentar un dilema trivial, como un conflicto en el trabajo, mi mente recurría automáticamente a la calma y la perspectiva que el Guía me había enseñado. Recordaba la sensación de ingravidez del otro mundo, y la importancia de ver las cosas desde una distancia cósmica. Los problemas, antes gigantes, ahora se reducían a su justa proporción.
Mi compañero notaba esta calma.
—Eres diferente ahora —me dijo una noche, mientras mirábamos las estrellas desde nuestro nuevo balcón. Su voz era tierna—. Más segura, como si ya supieras hacia dónde vas.
—Solo sé dónde estoy, y eso es suficiente —le respondí, acurrucándome en su brazo. Y era verdad. El dónde estaba era a su lado, y el dónde iría después estaba resuelto, por lo que podía relajarme y simplemente vivir.
No tenía la memoria activa de Sax, ni la punzada del amor dividido, pero sí conservaba la escencia de la experiencia: la conciencia de que el alma es eterna, y el tiempo terrenal es un regalo finito que debe ser vivido con plenitud.
El único vestigio físico de mi aventura se manifestaba a través de un sueño recurrente, aunque desprovisto de tristeza. Soñaba con el hombre de cabello rojo y ojos verdes, en un balcón flotante. Nunca recordaba su nombre ni lo que decíamos, pero al despertar, me quedaba una sensación de profunda paz y una dulce convicción de que había una promesa pendiente. Pero esa sensación no me dolía ni me desviaba; solo era el recordatorio de que esta vida era solo un capítulo, y el siguiente, aunque lejano, estaba esperando.
Me enfoqué en el presente, en la risa de mi compañero, en la calidez de su mano en la mía. El pacto con la eternidad me había enseñado a valorar la fugacidad de la vida humana. Y así, viví. Amándolo incondicionalmente, honrando su nobleza, y guardando en el rincón más secreto de mi alma, la certeza de que mi alma gemela, mi destino, estaba seguro, esperando paciente el final de mi historia terrenal. La vida era, por fin, completa.