El último invierno fue el más suave y el más largo. La fragilidad se había instalado en el hogar, pero lo había hecho sin estridencias, envuelta en la paz que habíamos cultivado durante décadas. Sabía que el tiempo se agotaba; sentía la elasticidad del alma preparándose para soltarse de su capullo terrenal. Él estaba a mi lado, siempre, su mano ahora más temblorosa, pero su tacto tan firme como el día en que me había liberado sin saberlo.
Una mañana, el aire en la habitación se sintió diferente. Más denso, más vibrante. La luz del sol que se filtraba por la ventana no era la luz ordinaria; parecía pulsada, como los destellos que me habían guiado al callejón hacía tantos años. Sentí una profunda y dulce necesidad de despedirme.
Lo llamé por su nombre. Él se acercó, sus ojos llenos de amor y preocupación, aceptando la inminencia que nos rodeaba.
—Te amo —le susurré, la voz apenas un hilo, pero cargada de toda la verdad y gratitud de una vida—. Gracias por este presente. Fue... fue hermoso.
Él no pudo hablar. Simplemente apretó mi mano, su rostro arrugado se inclinó hacia el mío, y depositó un beso en mi frente. En ese instante de conexión final, de amor absoluto en el presente, sentí que la última atadura terrenal se deshacía con suavidad. Su aceptación incondicional se elevó como una bendición silenciosa.
Cerré los ojos, y el dolor físico desapareció por completo. Dejé de sentir el peso de mi cuerpo, la tela de la sábana, el frío del aire. Lo único que quedó fue el sonido: un murmullo creciente, familiar, que ya no era una conversación lejana, sino un llamado claro y urgente, lleno de alegría.
Y entonces, lo vi.
Justo más allá del velo de mi visión interna, se abrió la luz. Pero ya no era la luz ambigua de la grieta, sino una fuente infinita, pura, que me envolvió. En el centro de esa luz, esperando, estaba él. No como el Guía solemne de ojos verdes, ni como el joven de mis sueños fugaces. Estaba allí, completo, vestido con la energía de la eternidad, y era, inconfundiblemente, mi Sax.
Su rostro se iluminó con una sonrisa que borró milenios de espera. Sus ojos, ese verde marino que había marcado mi destino, me miraron sin asombro, sino con la certeza de quien ve llegar a casa a quien siempre esperó.
—Volviste —su voz ya no era un susurro, sino una campana que resonaba en mi alma, pura alegría.
Mi conciencia, liberada, se disparó hacia él. El trayecto fue un instante de paz absoluta, de reconocimiento total. Al llegar a su lado, la fusión no fue solo de manos o cuerpos, sino de almas. Sentí que volvía a ser Nosotros por completo, el ser único que habíamos sido antes de las encarnaciones.
—Te elegí —le dije, y la palabra se sintió tan antigua como el universo.
—Y yo te esperé —respondió, su mano etérea tocando mi rostro—. Viviste con plenitud, honraste la Ley y aseguraste nuestro destino. Él te liberó con amor. El acuerdo está cerrado.
Miré hacia abajo. Vi mi cuerpo, ya inmóvil, y a mi compañero llorando suavemente sobre mi mano. Sentí una oleada de amor y gratitud por él por la vida que me regaló, y una tristeza profunda. El dolor de la partida se hizo muy intenso.
Sax me tomó la mano y me guio hacia la Fuente, hacia la luz que era nuestro verdadero hogar, y cuando cada vez mas nos acercabamos el dolor desaparecia y los recuerdos desvanecian.
—Ahora, por fin, comienza el Nuestro verdadero. No te preocupes por tu compañero terrenal, el dejara su alma en unos dias y vivira una nueva vida muy feliz, encontrara un alma gemela como tu y yo. —susurró.
Y al ascender, la promesa se cumplió. Ya no había grietas, ni secretos, ni elecciones difíciles. Solo la eternidad compartida, sellada por la verdad y el inmenso sacrificio de dos amores.