(Sax, quien ahora tiene otro nombre)
Mi llegada a esta vida, a esta ciudad, se sintió como un golpe físico. Un impacto sordo y frío que mi pequeño cuerpo absorbió. No tengo recuerdos de antes, no tengo nombres, pero crecí con una certeza brutal: había perdido algo que era fundamental para mi existencia. La sensación no era de tristeza, sino de incompleta operatividad, como si la mitad de mi circuito neuronal estuviera en pausa, esperando un comando.
Desde que tengo memoria, mi vida estuvo marcada por la inquietud. Mi madre solía contar que, a partir de los tres años, mis paseos favoritos siempre terminaban en la misma dirección, como si una correa invisible me jalara. El destino de esos paseos era siempre el mismo: el Parque Central y la zona cercana a la costa. Si mis padres intentaban ir a la montaña o al centro, yo me ponía enfermo. Era un rechazo visceral a alejarme del mar, del punto que mi ser sabía que debía custodiar.
Cuando jugaba con otros niños, si me detenía, si me quedaba quieto por demasiado tiempo, sentía una presión inexplicable en el pecho. Era un miedo constante a estar perdiendo el tiempo, un temor infantil a la inmovilidad que se quedaba grabado en mi mente. Mis amigos bromeaban diciendo que yo había nacido para caminar, nunca para esperar, sin saber que mi existencia era exactamente lo contrario: una espera disfrazada de movimiento.
Recuerdo, a los siete años, una tarde específica. Mi abuela me llevó a tomar un helado y nos sentamos en un banco del parque. Yo no podía parar de mirar una zona específica, la del roble gigante. Había un área de columpios antiguos, oxidados por el salitre. Sentía una punzada, una sensación de familiaridad que era tan fuerte que me dolió el estómago. Era como ver una foto muy vieja que sabes que es tuya, pero cuyo contexto has borrado. Desde ese día, la zona del columpio más oxidado se convirtió en mi santuario involuntario. Si la ansiedad me devoraba, si el miedo a esa pérdida inexplicable crecía, yo tenía que ir allí a sentarme. No me sentaba en el columpio, sino en la hierba cercana, solo para sentirme cerca de la señal.
La adolescencia fue una lucha psicológica. Mi lógica —la parte humana— me gritaba que era absurdo vivir anclado a un sentimiento. Intenté estudiar en la capital, intenté hacer viajes largos, intenté enamorarme con desesperación para llenar el vacío. Cada vez que cruzaba los límites de la ciudad, la ansiedad se convertía en un pánico paralizante. Sentía que, si me alejaba demasiado, la oportunidad se escaparía, era una claustrofobia del alma. Tuve que volver. No porque extrañara a mis padres, sino porque la ausencia de ese lugar se convertía en una carga física insoportable.
Me establecí cerca del parque, dedicando mi vida a trabajos que no me exigieran dejar la costa. Me convertí en una persona reservada, observadora. Estudié los rostros, estudié los ritmos de la gente, siempre buscando ese reconocimiento que mi alma me había prometido. Yo sabía que mi corazón me decía que el amor que importaba no era algo que yo pudiera elegir, sino algo que yo estaba obligado a reconocer.
Mis veintes fueron el periodo más duro. La fe ciega se convierte en una locura latente. ¿Y si me había equivocado? ¿Y si ese tirón era solo un trauma de la infancia? La única prueba de que no estaba loco era la paz momentánea que sentía cuando mis ojos se posaban en el roble.
Hoy, el sol de la tarde filtraba oro a través del roble gigante. Sentí un tirón distinto, un escalofrío que no era de frío. Era la primera vez en veinte años que la ansiedad no me empujaba a buscar o a moverme, sino que me obligaba a detenerme.
Me acerqué al parque, y la vi sentada allí, en el columpio más oxidado —ese columpio que inexplicablemente siempre me había parecido especial—, estaba ella.
No la conocía. Pero al verla, un recuerdo falso, un juramento ancestral que nunca pronuncié, se liberó en mi pecho. Vi el color exacto de sus ojos y sentí que una pieza que desconocía había encajado en mi alma. Mi cuerpo se detuvo, no por elección, sino porque la búsqueda había terminado.