(Ella)
En esta vida siempre fue una coreografía de la normalidad. Desde que recuerdo, he sido una persona organizada, centrada en mi trabajo como diseñadora, con una rutina que abrazaba la lógica y la planificación. Pero todo eso era la fachada que protegía una verdad más profunda: yo estaba incompleta, sentia que algo me faltaba.; y asi durante muchos años.
Hasta que eso un día en particular, la rutina se rompió. Eran las cinco de la tarde. El sol ya empezaba a teñir de naranja la oficina, pero yo sentí una urgencia que me puso los pelos de punta. No era una urgencia de trabajo, no era un dolor físico; era un tirón instintivo, una orden silenciosa y absoluta. Tenía que ir al Parque Central, pero esta vez no era como siempre, porque todas las veces en la que sentí esa urgencia no era tan fuerte como está vez, antes por lo menos podia quedarme en el lugar en el que me encontraba sin ir allí.
Intenté razonar. Tenía que terminar unos bocetos, debía pasar por el supermercado. Mi mente lógica me gritaba que era un disparate abandonar el día laboral por una sensación. Pero el tirón era más fuerte que la lógica. Se manifestaba como una presión en el pecho, (la misma presión inexplicable que Sax había sentido), que se intensificaba cada vez que intentaba desviar mi mirada de la ventana.
La melancolía, ese sentimiento vago y persistente que me había acompañado desde niña, esa sensación de que mi vida era un hermoso jarrón al que le faltaba una flor esencial, esa melancolía se había transformado en pánico. Un pánico silencioso: si no iba ahora, el momento se perdería para siempre.
Me levanté de la silla de golpe, mis manos temblando, y agarré el primer abrigo que encontré. Mi jefa me miró con extrañeza, pero yo apenas la vi. Estaba en piloto automático. Mis pies sabían el camino, a pesar de que llevaba semanas sin ir al parque.
El trayecto fue una tortura acelerada. Cada paso era una victoria del instinto sobre la razón. Sentía que el tiempo se había estrechado, que la Tierra se movía más rápido para ponerme justo donde debía estar. La gente a mi alrededor parecía ir a cámara lenta, me movía con la velocidad del destino.
Mientras más me acercaba al mar, más se calmaba el pánico y más se intensificaba la certeza. Era como si mi alma, que había estado gritando en una celda, de pronto percibiera la llave.
Entré al parque con el corazón latiendo desbocado. Mis ojos fueron directamente al roble gigante, ese faro oscuro en el paisaje de la infancia. Y allí, bajo el roble, estaba el columpio más oxidado. Era mi refugio, el único lugar en el mundo donde la melancolía me daba tregua. Me senté, cerré los ojos y respiré hondo. La paz me envolvió de inmediato. Había llegado, había obedecido la orden.
El sol de la tarde filtraba oro a través de las hojas, y esa luz tenía la energía de una recompensa.
Yo estaba sentada en el columpio, sintiéndome vulnerable y expuesta, pero finalmente completa. Y entonces, ocurrió.
Un hombre se acercó. Mi cabeza giró antes de que yo le diera permiso. Había algo en mi presencia que lo golpeó con una familiaridad brutal. Él se detuvo en seco, justo al borde de la luz filtrada, y sentí que una fuerza invisible nos hacía eco. Una sensación de que, de todas las personas que había conocido, él era la única que realmente importaba.
Él se obligó a respirar. Vi cómo la tensión de su cuerpo se liberaba, como si hubiera estado conteniendo el aliento durante muchos años. Sentí que un juramento ancestral que no recordaba se liberaba en su pecho.
Yo me bajé del columpio. Él me sonrió, y mi corazón se aceleró a un ritmo que solo conocía la certeza, nunca la duda.
—Hola —dijo él, sin saber por qué la palabra sonó tan cargada de destino.
—Hola —respondí yo.
Yo me detuve y miré a sus ojos. Eran vastos, profundos, con el color del mar. Y por primera vez en mi vida, sentí que la melancolía que me había acompañado desde niña se desvanecía por completo. El destino no era un recuerdo, era ese instante.
—Yo me llamo Liria, y tu Sax— ese nombre se me escapo, pero un nombre que jamás he escuchado en mi vida, pero sentia una conexión intensa con ese nombre, una sensación que mi cuerpo nunca experimento.
— ¿Sax? —respondió él murumurando, como si también le haya sonado familiar; y luego de unos segundos pensando al fin respondió:
— Me suena familiar, senti una sensación rara en mi cuerpo, como una corriente de pie a cabeza, es como si mi mente supiera porque, pero no lo puedo entender.... — dijo dudando.
— A mi también me pasa... no se la razón.
Y volviendo a la pregunta que le había hecho me respondio:
— Mi nombre es Max.
La conversación no comenzó, continuó. No hubo preguntas incómodas sobre trabajos o pasatiempos. No necesitamos las muletas sociales de los encuentros casuales. Lo que realmente intercambiamos fue una frecuencia.
Él me confesó que sentía una presión inexplicable al salir de la ciudad. Yo le dije que no podía evitar sentarme en ese columpio. Ambas confesiones, absurdas en el mundo real, eran nuestros mapas.
—Es como si te hubiera estado esperando toda mi vida, y acabo de recordar por qué... pero no recuerdo el por qué —dijo él.
Yo asentí, porque esa frase era la definición exacta de mi vacío llenado. Compartimos la frustración de la certeza sin evidencia.
La velada se extendió. Él no me tocaba, pero yo sentía el calor de su brazo como si ya hubiera estado allí mil veces. No era una atracción; era una pertenencia.
Hablamos de la posibilidad de que todo fuera una coincidencia, pero el intento de racionalizar la conexión nos producía a ambos una risa nerviosa y hueca.
—Si esto es tan intenso... ¿y si esto es todo? —pregunté, sintiendo el miedo a la perfección, a que el hilo se rompiera ahora que estaba sano.