El tiempo dejó de ser una medida lineal después de la noche en el columpio. Las semanas que siguieron a nuestro encuentro no fueron un noviazgo, sino una fusión. De repente, ya no había necesidad de llenar vacíos ni de fingir intereses. El universo había dado el "sí," y nosotros solo teníamos que ponernos al día.
Nuestros encuentros eran una coreografía de la certeza. Nos veíamos todos los días. Nos dábamos cuenta de que terminábamos las frases del otro o que pedíamos el mismo café antes de consultarlo. No era una atracción física impulsiva; era una pertenencia silenciosa que lo invadía todo. La mano de Max se sentía tan familiar en mi espalda, que el día que no me tocaba, sentía un vacío físico.
Nos convertimos en investigadores obsesivos de nuestra propia conexión. Pasábamos las noches en su departamento, rodeados de libros sobre mitología, teorías del destino y neurociencia, intentando encontrar una explicación lógica al nombre "Sax" y a la "corriente" que sentíamos al mirarnos.
—Si no fuera por esa placa de mármol que tengo en casa, pensaría que es una locura colectiva —bromeó Max una noche, mientras trazaba en una servilleta el glifo de las esencias entrelazadas que había dibujado sin saber por qué.
—Pero no es una locura —respondí yo, recostada en su hombro, sintiendo la paz que nunca había conocido—. Es el único punto en mi vida donde la melancolía se ha ido. El vacío se ha llenado. Me siento completa, Max. Y por eso sé que es verdad.
La Integridad que habíamos jurado en la Fuente se estaba construyendo ahora con gestos terrenales: él me cuidaba cuando el pánico por la misión se asomaba, y yo le daba la calma cuando la presión en su pecho se volvía insoportable. Nuestra comunicación se había vuelto telépata; una mirada era suficiente para saber si el otro estaba sintiendo el "tirón" del destino.
La presión crecía. No podíamos seguir viviendo a medias tintas. Nuestras carreras y amistades se estaban desdibujando por la urgencia de estar juntos y de buscar la verdad.
Un martes por la tarde, mientras estábamos en un café, la presión se volvió insoportable. No fue un dolor; fue una orden física. El aire se enrareció alrededor de nuestra mesa.
—Tienes que irte —le dije, sintiendo que mi voz apenas salía.
—Lo sé —respondió Max, su rostro contraído por la misma urgencia—. Es ahora, Liria. La Ley Mayor nos está empujando. Ya no podemos esperar a encontrar el libro correcto. Necesitamos una pista física.
Cerré los ojos, y por un instante, vi la imagen de un antiguo reloj de sol roto, luego una cúpula gris, y sentí el olor a moho. Era la cúpula que había dibujado de niña.
—El Observatorio —susurré.
Max abrió los ojos, sus pupilas dilatadas. El terror se mezcló con la certeza implacable de Sax.
—Lo he visto en sueños, Liria. Durante años. Un edificio viejo, olvidado. Lo he ignorado porque no tenía sentido. Pero el Observatorio... es antiguo, es de piedra, mira al cielo y está en el corazón de la ciudad. Es el único lugar donde la Fuente dejaría una marca en el plano terrenal.
Se levantó de golpe, la silla raspando el suelo, sin importarle las miradas de los demás clientes.
—No vamos a huir todavía. Pero vamos a ir allí. Ahora. Si lo que buscamos no está en un libro, tiene que estar en ese santuario olvidado.
Lo miré, sintiendo un escalofrío de emoción. La etapa de la duda y el cortejo había terminado. El amor se había confirmado. Ahora, comenzaba la misión.
—Vamos, Max. Es hora de que el destino nos dé la primera respuesta.