Me levanté como todas las mañanas, todavía con el cuerpo buscando despertarse del todo. Apenas abrí la puerta del cuarto, me llegó el olor a café recién hecho y a bizcochuelo tibio. Era ese aroma familiar que siempre me hacía sonreír sin darme cuenta. Mi pareja estaba en la cocina, moviéndose con esa tranquilidad que tiene cuando quiere que el día empiece bien para los dos. Estaba preparándome el desayuno.
Me acerqué y le di un beso en la mejilla, uno de esos que parecen breves pero se quedan flotando en el aire. Luego me quedé un momento ahí, observándolo en silencio, disfrutando del ritual: el vapor del café, el golpe suave de la cuchara contra la taza, esa tranquilidad que parecía inmune al ruido del mundo. Después me fui a vestir para no llegar tarde a la universidad. Antes de salir, volví a la cocina para despedirme.
Él se giró hacia mí, y en sus ojos había algo cálido, algo que no siempre sabía leer, pero que sentía profundamente.
—Te amo. Recuerda ir al portal, no lo olvides —me dijo, mirándome como si esas palabras llevaran más peso del que aparentaban.
—Lo haré —respondí—. Te amo.
Y salí de casa con la mochila al hombro, todavía con el sabor del café en la boca y su voz resonándome en la mente mientras empezaba el día.
Las horas de clase se hicieron interminables. Las palabras del profesor se mezclaban con mis propios pensamientos, y por más que intentaba concentrarme, mi mente volvía siempre al mismo punto: cómo iba a resolver todo lo que me estaba pasando. Cada minuto parecía estirarse, pesado, como si el reloj decidiera avanzar más lento solo para ponerme a prueba.
Intenté tomar apuntes, fingir interés, seguir el ritmo de la clase… pero nada. Mi cabeza estaba en otro lugar, dando vueltas sobre lo mismo una y otra vez. Sentía esa incomodidad silenciosa, esa presión en el pecho que aparece cuando sabes que algo debe resolverse, y pronto.
Cuando por fin llegó la hora de salida, recogí mis cosas casi sin pensar. Caminé por los pasillos llenos de gente como si los sonidos y las voces quedaran lejos, amortiguados. Solo tenía un destino en mente.
Al salir de la uni, respiré hondo y me dirigí al portal.
Como siempre, Sax estaba esperándome. Lo vi apenas entre al lugar. Estaba ahí, sentado en la piedra, con los brazos cruzados y esa expresión que siempre me daba una extraña sensación de paz. Tenía la misma mirada de calma y tranquilidad de todos los días, esa que parecía decirme “todo va a estar bien” aunque no dijera nada.
Pero esta vez había algo distinto.
Detrás de esa serenidad habitual, noté un brillo tenue, casi imperceptible, como un miedo escondido. Era una inquietud que no lograba disimular del todo, como si temiera perder algo… o a alguien.
—Llegaste —dijo al fin.
Su voz sonó baja, como si temiera que el aire mismo pudiera romper el frágil equilibrio que había entre nosotros.
—Sí… —respondí, casi en un susurro.
Me acerqué un poco más, sintiendo cómo el ambiente parecía tensarse, como si el propio portal contuviera la respiración junto a nosotros. Sax dio un paso hacia mí, como si necesitara asegurarse de que realmente estaba ahí, de que no era solo una idea, un recuerdo… o un miedo.
Sus ojos me buscaron con una urgencia suave, contenida, pero imposible de ignorar.
No dijo nada más, pero su mirada lo hacía por él:
una mezcla de “te extrañé”, “tenía miedo” y “me alegra que estés aquí”.
—Me alegro que estés aquí… —dijo Sax, con una sonrisa leve que no alcanzó a despejar del todo la sombra en sus ojos—. ¿Estás lista para saber una parte de la verdad, la verdad que te había contado y que tú olvidaste?
Sus palabras hicieron que una parte de mí quisiera retroceder, otra avanzar, y ninguna sabía realmente qué esperar. Mi corazón dio un golpe seco contra mi pecho, tan fuerte que sentí el impulso subir hasta la garganta. Latía sin parar, acelerado, descontrolado, como si quisiera advertirme de algo que mi mente aún no alcanzaba a comprender. Los nervios me invadieron el cuerpo entero, recorriéndome los brazos, las piernas, incluso la punta de los dedos, dejándome con esa sensación eléctrica que aparece justo antes de que algo importante suceda.
—Tranquila —murmuró Sax, con la seguridad de quien promete que nada malo pasará. Una seguridad que, por alguna razón, creí sin dudar.
—Sax… —dije apenas—. Dime.
—Ven, sígueme.
Me guio hacia las flores liquídas que guardan memorias. Aquellas flores que respiraban luz y guardaban memorias dentro de sus pétalos como si fueran pequeños fragmentos de tiempo. El aire alrededor vibraba con un brillo extraño, casi sagrado.
__Toca la celeste, la más brillante de todas.
Antes de hacerlo, un recuerdo me atraveso: era la flor que Sax me había mostrado, la que fue la causante de mi desmayo. Pero aún sabiendo eso, no dudé.
Extendí la mano y toque la flor.
Fue la misma memoria que había olvidado aquella vez, la misma que me había arrancado el aliento antes de que mi mente se apagara entre los brazos de Sax. En el mismo instante, mis ojos se cerraron como si una fuerza los hubiera empujado. Mi cabeza se inclinó hacia arriba, y una oleada cálida me envolvió desde la base del cuello hasta la punta de los dedos. Las imágenes llegaron como un torrente.
Sax y yo, con los meñiques enlazados.
La playa dorada al atardecer.
La casa junto al mar… nuestra casa.
Risas, pasos descalzos sobre la arena, noches de luna donde todo parecía eterno.
Y antes de que esas visiones se desvanecieran, escuché mi propia voz, joven, segura, llena de una emoción que me encogió el pecho:
—Prométeme que si hay más vidas después de esta, me buscarás y viviremos juntos para siempre. Promételo, Sax.
Él sonrió en la memoria con la ternura de quien ama más allá del tiempo, y me lo prometió con absoluta autenticidad… con un cariño tan profundo que incluso ahora, al sentirlo, me hizo temblar.