Sola en mi casa, luego de regresar del portal, la realidad cotidiana se sentía demasiado estrecha, demasiado silenciosa. Me quedé de pie en medio del living sin saber qué hacer con mis propias manos, con mi propio cuerpo. Mi mente giraba sin detenerse, repitiendo una y otra vez las imágenes que había visto: sus rostros pequeños, sus risas, los brazos de mis hijos rodeándome en otra vida que ahora ardía dentro de mí como si jamás me hubiera abandonado.
Sentía un amor distinto, uno que no encajaba del todo en este mundo, pero que tampoco podía expulsar de mi interior. Era un amor de madre. Un amor que en esta vida jamás había experimentado: vasto, profundo, tan inmenso que me dejaba sin aire y, al mismo tiempo, me abría un vacío nuevo, uno más grande y más hondo que cualquier dolor que hubiera conocido antes.
Yo, en esta vida, no quería tener hijos antes de terminar mi carrera. Mi plan siempre había sido conseguir mi propia casa —no un departamento alquilado—, un lugar donde pudiera ofrecer estabilidad, donde todo estuviera en orden. Quería hacerlo bien. Quería recibir a un hijo cuando ya pudiera darle lo que merecía.
Pero este amor llegó antes que todos mis planes. Se instaló dentro de mí con una fuerza imposible de ignorar, como si hubiera estado esperando justo este momento. Y aunque no esperaba sentir ese amor tan pronto, ni en un tiempo que no coincidía con lo que había planeado, sentía la necesidad profunda de estar con mis hijos de mi vida pasada.
Era tanto lo que tenía que pensar y sentir, que mi mente simplemente no paraba:
¿Cómo se suponía que debía seguir mis días con ese hueco desgarrándome el pecho?
¿Cómo pretendía vivir entre estas paredes, sabiendo que existía un pasado... o un destino, en el que tenía una familia que ya no estaba conmigo?
¿Por qué cada vez se complicaba más todo?
¿Por qué el portal insistía en mostrarme verdades que arrancaban pedazos de mi vida presente, de mis decisiones, incluso de mis propios sentimientos?
Me pasé las manos por la cara, intentando calmar el temblor que no cedía, tratando de juntar los pedazos de una realidad que ya no parecía ser solo mía.
Y la pregunta inevitable caía como una piedra: ¿cómo le iba a decir a Alex lo que había pasado?
Solo imaginarlo me hacía sentir enferma. Él llegaría y me encontraría así—angustiada, extraña, perdida en pensamientos que ya no podía ocultar. Y tendría que decirle la verdad, aunque no sabía cómo pronunciarla sin que nos destruyera. Sé que me dijo que me apoyaría en todo, pero ¿quién podría hacerlo frente a una verdad así? Su miedo crecería aún más; pensaría que lo abandonaría por eso, por esa vida que no comparte conmigo, por esos sentimientos que no dejaban de crecer. Compartíamos el mismo miedo, y tal vez él tendría razón: ¿y si, después de todo lo que hemos luchado, estos sentimientos crecieran más de lo que ya estaban creciendo, hasta un punto en el que ya no dependiera de mí y yo decidiera irme?
Y lo peor, lo que más me aterraba, era cuánto iba a resistir Alex si esta verdad lo destruía, si necesitara un espacio… aunque fuera temporal, aunque fuera para siempre. ¿Cómo iba a seguir si su mundo se tambaleaba con lo que yo debía contarle?
Me dejé caer en el sillón y abracé las rodillas contra mi pecho. Las horas pasaron lentas, pesadas, mientras escuchaba el eco de mis propios pensamientos. Afuera la tarde empezaba apagarse, y dentro de mí solo crecía una ansiedad que me retorcía el estómago. Miré el reloj varias veces sin realmente ver la hora.
Esperé. Esperé hasta que el silencio se volvió insoportable. Esperé hasta que el sonido de la llave en la puerta me sacó del trance.
Había pasado horas aguardando su regreso del entrenamiento—un deporte que, en este momento, ni siquiera lograba recordar cómo se llamaba. No importaba. Nada de la vida cotidiana parecía relevante ante lo que había visto, ante lo que traía clavado en el alma.
Las llaves sonaron antes de girar en la cerradura. Ese sonido, tan habitual, me atravesó como un golpe seco. Me limpié la cara con la manga, aunque sabía que el temblor de mis manos me delataba igual.
La puerta se abrió.
—Llegué… —anunció Alex con su voz cansada, arrastrando un suspiro largo después del entrenamiento.
Lo escuché caminar por el pasillo. Cada paso retumbaba en mi pecho, un golpe que me recordaba que la verdad que llevaba dentro no podía quedarse callada por mucho más tiempo. Me acerqué al borde del sillón, tratando de anclarme a algo, y dejé escapar un suspiro tembloroso que ni yo misma había notado.
Su sombra se deslizó por el umbral del living, proyectándose contra la luz que entraba desde la ventana. Ya estaba casi allí. Él estaba a punto de cruzar la puerta.
Inhalé profundamente. Y entonces…